- SANTOS MÁRTIRES, presbíteros, diáconos, y otros muchos. En Alejandría de Egipto. En tiempo de Galieno, al declararse una epidemia muy grave, se entregaron al servicio de los enfermos hasta morir ellos mismos. (262).
- San ROMÁN, abad. En la Galia Lugdunense. Siguiendo el ejemplo de los cenobitas, primeramente, abrazó la vida de eremita, y llegó a ser padre de numerosos monjes. (463).
- Santas MARANA y CIRA, vírgenes. En Berea, Siria. Viviendo en un lugar estrecho y cerrado sin techo, recibían el alimento necesario por una ventana y guardaban siempre silencio. (s. V).
- San HILARIO, papa. En Roma. Escribió cartas sobre la fe católica, con las que confirmó los Concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia. (468).
- San OSVALDO, obispo. En Worchester, Inglaterra. Primero fue canónigo, después monje. Presidió las sedes de York y Worchester. Introdujo en muchos monasterios la Regla de San Benito y fue un maestro benigno, alegre y docto. (992).
- Beata ANTONIA de FLORENCIA, viuda. En los Abruzos, Italia. Después de fallecer su esposo, fue fundadora y primera abadesa del monasterio de Corpus Christi, conforme a la primera Regla de Santa Clara. (1472).
- Beato DANIEL BROTTIER, presbítero. París. Congregación de San Sulpicio. Se dedicó a trabajar con huérfanos de guerra, y con excombatientes. (1936).
- Beato TIMOTEO TROJANOWSKI, presbítero y mártir. En Auschwitz. Franciscano. Murió quebrantado por los suplicios. (1942).
Hoy recordamos especialmente a SAN AUGUSTO CHAPDELAINE
San Augusto Chapdelaine nació en 1814, cerca de Coutances (Francia). Sus padres, que tuvieron nueve hijos, trabajaban en familia una pequeña granja de su propiedad. Augusto se distinguió, desde joven, por su piedad y generosidad. En las labores del campo trabajaba por cuatro («il faisait de la bésogne pour quatre»). La muerte arrebató a dos de sus hermanos. Esto restó brazos en el trabajo y al fin, la familia se vio obligada a parcelar la propiedad. Así pudo Augusto satisfacer su deseo de abrazar el sacerdocio. En 1844, fue nombrado párroco y su celo obró maravillas entre sus feligreses.
En 1851 sintió el llamado a las misiones extranjeras y, tras un corto período de preparación en la casa de las Misiones Extranjeras de París, partió rumbo a China. Después de mil peligrosas aventuras, llegó al sitio al que sus superiores le habían enviado. En diciembre de 1854, fue denunciado al mandarín de la región por el celoso pariente de un convertido. Fue arrestado y pasó en la prisión algunos días de ansiedad, pero el mandarín se mostró bondadoso y no le hizo daño alguno. El P. Chapdelaine volvió con mayor ímpetu al trabajo apostólico y logró muchas conversiones, a pesar de su imperfecto conocimiento de la lengua.
Pero algún tiempo después, un nuevo mandarín sustituyó al primero. El P. Chapdelaine fue denunciado por segunda vez y hecho prisionero, con algunos de sus cristianos. Sus valientes respuestas provocaron la cólera de los jueces, quienes le condenaron a ser apaleado. El mártir quedó medio sordo a resultas del castigo, pero no dejó escapar ni una queja ni una protesta y, uno o dos días después se restableció milagrosamente. Creyendo el mandarín que su curación se debía a la magia, mandó que bañaran al santo con la sangre de un perro para anular el conjuro. La segunda vez que el P. Chapdelaine compareció ante los jueces, fue condenado a recibir trescientos golpes en el rostro con una especie de pesada suela de cuero; en el suplicio perdió varios dientes y sufrió la fractura de la mandíbula. Al fin, los jueces le dieron a entender que le dejarían libre por 1.000 taels, o aun por 300, pero los cristianos no pudieron reunir esa suma. Así pues, los jueces le condenaron a morir lentamente en una jaula. Los verdugos decapitaron al mártir después de la muerte, y se cuenta que de su cuello brotaron tres chorros de sangre, cosa que convenció a todos los presentes de que algo extraordinario había en él.