- San MEVENO, abad. Bretaña Menor. Se retiró a los bosques de la Armórica, donde fundó un monasterio. (s. VI).
- San LEUFREDO, abad. Neustria, actual Francia. Fundador del monasterio de la Santa Cruz. (738).
- San RADULFO, obispo. Aquitania. Solícito por la vida sacerdotal, junto con presbíteros de la Iglesia que tenía encomendada recogió textos de los Santos Padres y de los cánones para uso pastoral. (866).
- San RAMÓN, obispo. Aragón. Siendo canónigo regular, fue designado obispo de Roda y Barbastro, sede de la que fue expulsado tres años por no querer combatir con las armas a los enemigos de la fe. (1126).
- Beato TOMÁS CORSINI, religioso. Umbría. (1343).
- San LUIS GONZAGA, religioso. Roma. Nobilísima estirpe. Admirable por su pureza. Renunció a favor de su hermano al principado que le correspondía e ingresó en la Compañía de Jesús. Murió muy joven tras haber asistido durante una grave epidemia a enfermos contagiosos. (1591).
- Beato JACOBO MORELLE DUPAS, presbítero y mártir. Rochefort. Duro para sí, dulce para los demás, durante la Revolución Francesa fue detenido por ser sacerdote en Poitiers. Murió de hambre. (1794).
- San JOSÉ ISABEL FLORES, presbítero y mártir. México. Ejecutado por sacerdote durante la persecución religiosa en México. (1927).
Hoy recordamos especialmente a SAN JUAN RIGBY
Era un católico fiel que moraba en el seno de una familia protestante, y a menudo se encontraba en situaciones muy difíciles para practicar su religión, en vista de las rigurosas leyes establecidas para combatir al catolicismo. Por esta causa, algunas veces se vio obligado a asistir a los servicios de la iglesia autorizada, una muestra de debilidad que lamentó con toda sinceridad posteriormente. Al sentir remordimientos por su culpa, fue a pedir confesión a un sacerdote encarcelado en la prisión de Clink y, a partir de entonces, llevó una vida cristiana irreprochable. Juan fue el instrumento de que se sirvió Dios para reconquistar a muchos católicos renegados, incluso a su propio padre. Mientras servía como criado de confianza en la casa de Sir Edmund Huddlestone, su amo le envió a la sala de sesiones del tribunal de Old Bailey, para informar que la hija de Sir Edmund, la señora Fortescue, estaba enferma y no podía comparecer ante esa corte, a donde había sido citada para un caso judicial. Hasta aquel momento no había acusaciones en contra de Juan Rigby, pero uno de los magistrados entró en sospechas y comenzó a interrogarle respecto a su religión. El noble criado acabó por reconocer que era católico, que no pensaba poner un pie en las iglesias protestantes y que se negaba a reconocer la supremacía religiosa de la reina. Acto seguido se ordenó que fuese encerrado en la prisión de Newgate.
Un amigo suyo conservó para la historia el interesante relato que escribió Juan sobre sus experiencias en la prisión y las pruebas que debió soportar. Es evidente que algunos de sus jueces, sobre todo el señor Gaudy, quedaron muy favorablemente impresionados por el valor, la resistencia y la sinceridad del reo; aquellos magistrados estaban bien dispuestos a dejarle en libertad, sólo le pedían que hiciese acto de presencia en la iglesia autorizada para cerrar su caso; pero Juan les respondía invariablemente: «Si ése es el único delito que he cometido y no hay otra manera de remediarlo que la de asistir a la Iglesia, no quisiera dejar a Su Señoría en la creencia de que, tras de haber ascendido algunos escalones hacia el Cielo, esté ahora dispuesto a tropezar y caer escaleras abajo hasta los abismos del infierno. Tengo la firme esperanza de que Jesucristo me fortalecerá para sufrir mil muertes si acaso tengo mil vidas para perder. Deje, Su Señoría, que la ley siga su curso».
Al cabo de prolongadas deliberaciones entre ellos, los jueces decidieron condenarlo. El juez Gaudy no pudo dominar el temblor de su voz al leer la sentencia de muerte, pero Juan Rigby la escuchó con absoluta serenidad.
El 21 de junio se le informó que iba a ser ajusticiado y él repuso con sencillez, casi con alegría triunfante: «¡Deo gratiasl Es el mayor premio que se me ha otorgado desde que vine al mundo». Cuando le transportaban dentro de una jaula de cañas, sobre la carreta, hacia Saint Thoma´s Waterings, el sitio de la ejecución, el conde de Rutland y el capitán Whitlock se le acercaron para instarle a «hacer lo que la reina mandaba y salvarse», pero fue en vano. Ya en el cadalso, Juan entregó al verdugo una moneda de oro y le dijo: «Toma esto como prenda de que sinceramente te perdono, a ti y a todos los que han sido causa de mi muerte». La ejecución se llevó a cabo con lujo de crueldad, puesto que fue desmembrado y se le sacaron las entrañas cuando aún tenía vida. Sus últimas palabras fueron: «¡Dios los perdone! ¡Jesús, recibe mi alma!». San Juan Rigby tenía alrededor de treinta años de edad cuando fue martirizado.