Hoy, 19 de abril, la Iglesia celebra a:

by AdminObra
  1. San MAPÁLICO, mártir. En Túnez. Durante la persecución desencadenada por Decio, movido por la piedad hacia su familia pidió que se concediese la paz eclesiástica a su madre y a su hermana, que habían abjurado, tras la cual, conducido ante el tribunal, fue coronado por el martirio. Con él perecieron muchos otros santos mártires que confesaron igualmente a Cristo, entre ellos BASO, en una cantera; FORTUNIO, en la cárcel; PABLO, en el mismo tribunal; FORTUNATA, VICTORINO, VÍCTOR, HEREMIO, CRÉDULA, HEREDA, DONATO, FIRME, VENUSTO, FRUTOS, JULIA, MARCIAL y ARISTÓN, muertos por hambre en prisión. (250).
  2. Santa MARTA, virgen y mártir. En Persia. En tiempo del rey Sapor II, al siguiente día de la muerte de su padre, Pusicio, sufrió el martirio. (341).
  3. San JORGE, obispo. En Antioquía de Pisidia. Murió en el destierro por defender el culto de las santas imágenes. (818).
  4. San GEROLDO, eremita. En los Alpes bávaros. Llevó vida de penitencia. (978).
  5. San LEÓN IX, papa. En Roma. Primero fue obispo de Tulle, durante veinticinco años, en donde defendió a su comunidad con energía. Una vez elegido papa, reunió varios sínodos para acordar la reforma de la vida del clero y la extirpación de la simonía. (1054).
  6. Beato BERNARDO, penitente. En Thérouanne, Francia. Para expiar los pecados de su juventud escogió el destierro voluntariamente, y descalzo, sólo vestido con hábito pobre y comiendo con parquedad, peregrinó incesantemente visitando santos lugares. (1182).
  7. Beato JACOBO DUCKETT, mártir. Londres. Casado y librero de oficio, por vender libros católicos fue denunciado y encerrado durante nueve años, y después, en tiempos de Isabel I, fue ahorcado en Tyburn junto con quien le había denunciado, al que logró convertir a la fe antes de ser colgados. (1602).

Hoy recordamos especialmente a SAN ELFEGO

San Elfego ingresó muy joven en el monasterio de Deerhurst, en Gloucestershire. Más tarde se retiró a la soledad, cerca de Bath y llegó a ser abad del monasterio de Bath, fundado por segunda vez por san Dunstano. Elfego no toleraba la menor relajación de la regla, pues sabía cuán fácilmente las concesiones acaban con la observancia en los conventos. Solía decir que era mejor permanecer en el mundo que ser un monje imperfecto.

A la muerte de san Etelwoldo, el año 984, san Dunstano obligó a Elfego a aceptar el obispado de Winchester, a pesar de que no tenía más que treinta años de edad y se resistía a ello. En esa alta dignidad las excepcionales cualidades de san Elfego encontraron ancho campo de actividad. Su liberalidad con los pobres era tan grande que, durante su episcopado, no había un solo mendigo en Winchester. Como seguía practicando las mismas austeridades que en el convento, los prolongados ayunos le hicieron adelgazar tanto, que algunos testigos declararon que se podía ver a través de sus manos cuando las levantaba en la misa. Después de haber gobernado sabiamente su diócesis durante veintidós años, fue trasladado a Canterbury, donde sucedió al arzobispo AeIfrico. Fue a Roma a recibir el palio de manos del papa Juan XVIII.

 

En aquella época, los daneses hacían frecuentes incursiones en Inglaterra. En 1011, unidos al conde Edrico, que se había rebelado, marcharon contra Kent y pusieron sitio a Canterbury. Los principales de la ciudad rogaron al arzobispo que huyese, pero san Elfego se negó a hacerlo. La ciudad cayó, por traición, y los daneses degollaron a gran cantidad de hombres y mujeres de todas las edades. San Elfego se dirigió al lugar de la ciudad en que se estaban cometiendo los peores crímenes y, abriéndose camino entre la multitud, gritó a los daneses: «No matéis a esas víctimas inocentes. Volved vuestra espada contra mí». Inmediatamente fue atacado, maltratado y encarcelado en un oscuro calabozo.

Algunos meses más tarde, fue puesto en libertad, a raíz de una misteriosa epidemia que se había propagado entre los daneses; pero, a pesar de que san Elfego había curado a muchas víctimas con su bendición y con el pan bendito, los bárbaros exigieron todavía tres mil coronas de oro por su persona. El arzobispo declaró que la región era demasiado pobre para pagar esa suma. Así pues, los daneses le llevaron a Greenwich y le condenaron a muerte, por más que un noble danés, Thorkell el Alto, trató de salvarle.