- San GREGORIO, obispo, en el Ponto, actual Turquía. Siendo adolescente abrazó la fe cristiana, fue progresando en las ciencias divinas y humanas, y, ordenado obispo, brilló por su doctrina, virtudes y trabajos apostólicos. Por los innumerables milagros que llevó a cabo se le llamó el “Taumaturgo”. (270).
- Santos ALFEO y ZAQUEO, mártires, en Cesarea de Palestina, que, por confesar con todas sus fuerzas a Dios y a Jesucristo Rey, después de muchos tormentos fueron condenados a muerte, en el primer año de la persecución ordenada por el Emperador Diocleciano. (303).
- San ACISCLO, mártir, en la provincia hispánica de la Bética. (s. IV).
- San ANIANO, obispo, en Orleans, Galia Lugdunense, que confiando en Dios, cuyo auxilio no cesaba de pedir con oraciones y lágrimas, liberó a su ciudad, asediada por los hunos. (453).
- San GREGORIO, obispo, sucesor de San Eufronio, en Tours, en la actual Francia, que escribió en lenguaje claro y sencillo la historia de los francos.
- San LÁZARO, monje, nacido en Armenia. El cual fue atormentado con crueles suplicios al negarse a destruir sus obras por orden del Emperador Teófilo, que era iconoclasta, en Constantinopla, hoy Estambul. Apaciguadas las controversias iconoclastas, el Emperador Miguel III le envió a Roma para afianzar la concordia de toda la Iglesia. (867).
- San HUGO, obispo, en Lincoln, en Inglaterra. Cartujo. Al verse llamado a regir la iglesia de esta ciudad, realizó un trabajo excelente, lo mismo en defensa de las libertades de la Iglesia que en arrancar a los judíos de las manos de sus enemigos. (1200).
- San JUAN del CASTILLO, presbítero y mártir. Paraguay. Jesuita. En las “reducciones” jesuíticas fundadas por San Roque González, por instigación de un individuo dado a las magias, fue maltratado con crueles suplicios y finalmente apedreado. (1628).
- Santos JORDÁN ANSALONE y TOMÁS HIOJI, presbíteros dominicanos y mártires, en Nagasaki. El primero trabajó denodadamente por el Evangelio en las Islas Filipinas antes de pasar a Japón, y el segundo, primero en la Isla de Formosa, y después, en sus últimos años y en su misma patria, fue un incansable propagador de la fe en la región de Nagasaki, hasta que ambos fueron sometidos durante siete días a los crueles tormentos de la horca y del encierro en una hoya, hasta morir. (1634).
- Beato LOPE SEBASTIÁN HUNOT, presbítero y mártir, en el mar, ante Rochefort, Francia. Por su condición de sacerdote fue encarcelado durante la Revolución Francesa en una vieja nave allí anclada, donde padeció toda la dureza de la cautividad. Murió víctima de fiebres. (1794).
- Beato JOSAFAT KOCYLOVSKYJ, obispo y mártir, en Ucrania. Víctima del marxismo en su patria. (1947).
Hoy recordamos especialmente a SANTA ISABEL de HUNGRÍA
Nacida en 1207, hija del Rey Andrés II de Hungría y la Reina Gertrudis de Merania, Isabel creció en un entorno de gran renombre, pero su vida tomó un rumbo inusual para una princesa. Su existencia, entrelazada con eventos históricos y espirituales, constituye un ejemplo único de virtud cristiana y caridad en una época de intensas transformaciones sociales y políticas. A la edad de cuatro años, Isabel fue llevada a Turingia, Alemania, como prometida del futuro Landgrave de Turingia, Luis IV. Como era habitual entre las familias aristocráticas de la época, su matrimonio fue orquestado para cimentar alianzas estratégicas, más que por afecto o amor personal.
En la corte de Turingia, Isabel recibió una educación católica rigurosa, que moldearía profundamente su vida futura. Lejos de sus padres, la joven princesa forjó un lazo inquebrantable con su fe, que se convirtió en el eje central de su existencia.
La vida en la corte estaba impregnada de lujo y esplendor, pero a pesar de este entorno opulento y de las innumerables distracciones mundanas, Isabel se mantuvo firme en su fe en el Señor. Fue en ese contexto que comenzó a aflorar su naturaleza caritativa y su deseo de servir a los pobres y necesitados, una actitud que la distinguía notablemente de sus coetáneos nobles. Desde un principio, el vínculo con su futuro esposo se reveló fuerte y puro; entre los dos jóvenes nació una afinidad espiritual y personal que los condujo a una vida conyugal serena y llena de devoción, a pesar de los motivos políticos que habían determinado su unión.
Luis IV, quien se convirtió en Landgrave de Turingia tras la muerte de su padre, contrajo matrimonio con la joven Isabel a la edad de catorce años, y la pareja se consagró con alma y corazón a su futuro juntos, cimentado en la fe y la caridad.
Durante los primeros años de matrimonio, Isabel fue profundamente influenciada por la espiritualidad franciscana gracias al encuentro con el fraile Conrado de Marburgo. Sus prácticas devocionales y su amor por la pobreza la llevaron a vivir una fe profunda, desafiando a menudo las normas de la corte que exigían ostentación y lujos. Isabel eligió vivir una vida sencilla. Sensible hacia los pobres y necesitados, dedicaba gran parte de su tiempo y recursos a ayudar a los indigentes, tanto que atraía críticas de los nobles de la corte. Afortunadamente, siempre encontró el apoyo de su esposo, Luis IV, un hombre de gran corazón, que defendió sus elecciones contra las malas lenguas. Un episodio emblemático de su caridad fue cuando, mientras llevaba secretamente pan a los pobres, fue sorprendida por su esposo. Cuando Luis abrió el delantal de Isabel, en lugar del pan aparecieron hermosas rosas, un signo que él interpretó como un milagro divino.
La muerte prematura de su esposo fue devastadora para Isabel, quien permaneció fiel al voto que habían hecho de no volverse a casar en caso de muerte de uno de los dos. Su vida sufrió un cambio drástico. Privada del apoyo de Luis, tuvo que enfrentarse a la hostilidad de la corte y a la pérdida de sus propiedades. Fue expulsada del castillo y se encontró buscando refugio para ella y sus tres hijos. Después de mucho peregrinar, lo encontró en el Castillo de Marburgo, gracias a la ayuda de los familiares de Luis. Allí, decidió dedicar el resto de su vida al servicio de Dios y los pobres. Fundó un hospital para los necesitados, donde trabajaba personalmente, cuidando a los enfermos y distribuyendo alimentos a los más pobres. Su vida en Marburgo se caracterizó por una gran humildad y austeridad, reflejando su profundo compromiso religioso.
Su casa era un refugio para cualquiera que necesitara ayuda, y ella misma se ocupaba de preparar comidas y medicinas, demostrando que la caridad no es solo una cuestión de dinero, sino de amor y dedicación. Los últimos años de vida de Isabel estuvieron marcados por una larga enfermedad, que aceptó con paciencia y fe. A pesar de los sufrimientos físicos, continuó sirviendo a los demás hasta su último aliento. Su muerte, ocurrida en 1231 a la edad de veinticuatro años, fue seguida de numerosos milagros atribuidos a su intercesión.