- San MENIGNO, batanero. En Helesponto, Turquía. (250).
- San ZACARÍAS, papa. Gobernó la Iglesia con desvelo y prudencia, pues frenó el ímpetu de los lombardos, indicó el recto orden a los francos, proveyó de iglesias a los germanos y procuró el entendimiento con los griegos. (752).
- Santa LEOCRICIA, virgen y mártir. En Córdoba. Nació en familia musulmana. Ocultamente abrazó la fe, y detenida en casa junto con San Eulogio, cuatro días después del martirio de éste, fue decapitada. (859).
- San SISEBUTO, abad. En Burgos. (1086).
- Beato GUILLERMO HART, presbítero y mártir. En York. Ordenado en el Colegio Romano de los Ingleses, en tiempo de la reina Isabel I, fue ahorcado y descuartizado por haber persuadido a algunos de abrazar la fe católica. (1583).
- Santa LUISA MARÍA de MARILLAC, viuda. París. Con el ejemplo y la dedicación formó el Instituto de Hermanas de la Caridad, para ayuda de los más necesitados, y completó así la obra delineada por San Vicente de Paúl. (1660).
- San CLEMENTE MARÍA HOFBAUER, presbítero. En Viena. Redentorista. Trabajó admirablemente por la propagación de la fe y la reforma de la disciplina eclesiástica. Preclaro por su ingenio como por sus virtudes, impulsó a entrar en la Iglesia a no pocos varones prestigiosos en las ciencias y en las artes. (1820).
- Beato JUAN ADALBERTO BALICKI, presbítero. En Przemysl, Polonia. Se dedicó con ardor al ejercicio de su ministerio en favor del pueblo de Dios, y demostró una especial disposición para predicar el Evangelio y asistir a las jóvenes descarriadas. (1948).
Hoy recordamos especialmente a SAN ARTÉMIDES ZATTI
Artémide Zatti nació en Boretto (Reggio Emilia) el 12 de octubre de 1880. No tardó en experimentar la dureza del sacrificio, tanto que a los nueve años ya se ganaba el jornal como peón. Obligada por la pobreza, la familia Zatti, a principios del 1897, emigró a Argentina y se estableció en Bahía Blanca. El joven Artémides comenzó enseguida a frecuentar la parroquia dirigida por los Salesianos, encontrando en el párroco don Carlos Cavalli, hombre piadoso y de extraordinaria bondad, su director espiritual. Fue éste quien lo orientó hacia la vida salesiana. Tenía 20 años cuando entró en el aspirantado de Bernal.
Asistiendo a un joven sacerdote enfermo de tbc, contrajo esta enfermedad. La paternal solicitud del P. Cavalli que lo seguía de lejos hizo que le buscaran la Casa salesiana de Viedma, de clima más propicio, y donde, sobre todo, había un hospital misionero con un estupendo enfermero salesiano que hacía prácticamente de «médico»: P. Evasio Garrone. Este invitó a Artémides a rezar a María Auxiliadora para obtener la curación, sugiriéndole hiciera esta promesa: «Si Ella te cura, tú te dedicarás toda la vida a estos enfermos». Artémides hizo de buen gusto tal promesa; y se curó misteriosamente. Más tarde dirá «Creí, prometí, curé». Estaba ya trazado su camino con claridad y él lo comenzó con entusiasmo. Aceptó con humildad y docilidad el no pequeño sufrimiento de renunciar al sacerdocio. Emitió como hermano coadjutor su primera Profesión el 11 de enero de 1908 y la Perpetua el 8 de febrero de 1911. Coherente con la promesa hecha a la Virgen, se consagró inmediata y totalmente al Hospital, ocupándose en un primer momento de la farmacia aneja, pero después, cuando en 1913 murió el P. Garrone, toda la responsabilidad del hospital cayó sobre sus espaldas. Fue en efecto vicedirector, administrador, diestro enfermero apreciado por todos los enfermos y por todo el personal sanitario, que poco a poco le fue dando mayor libertad de acción.
Su servicio no se limitaba al hospital sino que se extendía a toda la ciudad, y hasta a las dos localidades situadas en las orillas del río Negro: Viedma y Patagones. En caso de necesidad se movía a cualquier hora del día y de la noche, sin preocuparse del tiempo, llegando a los tugurios de la periferia y haciéndolo todo gratuitamente. Su fama de enfermero santo se propagó por todo el Sur y de toda la Patagonia le llegaban enfermos. No era raro el caso de enfermos que preferían la visita del enfermero santo a la de los médicos.
Artémides Zatti amó a sus enfermos de manera verdaderamente conmovedora. Veía en ellos a Jesús mismo, hasta tal punto que cuando pedía a las hermanas ropa para otro muchacho recién llegado, decía: «Hermana, ¿tiene ropa para un Jesús de 12 años?». La atención hacia sus enfermos alcanzaba rasgos muy delicados. Hay quien recuerda haberlo visto llevarse a la espalda hacia la cámara mortuoria el cuerpo de algún acogido muerto durante la noche, para sustraerlo a la vista de los otros enfermos: y lo hacía recitando el De Profundis. Fiel al espíritu salesiano y al lema dejado como herencia por D. Bosco a sus hijos «trabajo y templanza» desarrolló una actividad prodigiosa con habitual prontitud de ánimo, con heroico espíritu de sacrificio, con despego absoluto de toda satisfacción personal, sin tomarse nunca vacaciones ni reposo. Hay quien ha dicho que sus únicos cinco días de descanso fueron los que transcurrió…¡en la cárcel! Sí, conoció también la prisión por la fuga de un preso recogido en el Hospital, fuga que se la quisieron atribuir a él. Salió absuelto y su vuelta a casa fue un triunfo.
Fue hombre de fácil relación humana, con una visible carga de simpatía, alegre cuando podía entretenerse con la gente humilde. Pero, sobre todo, fue un hombre de Dios. Artémides Lo irradiaba. Un médico más bien incrédulo del Hospital, decía: «Cuando veía al señor Zatti, vacilaba mi incredulidad». Y otro: «Creo en Dios desde que conozco al señor Zatti».
En 1950 el infatigable enfermero cayó de una escalera y fue en esa ocasión cuando se manifestaron los síntomas de un cáncer que él mismo lúcidamente diagnosticó. Continuó sin embargo cuidando de su misión todavía un año más, hasta que tras sufrimientos heroicamente aceptados, se apagó el 15 de marzo de 1951 con total conocimiento, rodeado del afecto y del agradecimiento de toda la población.