- En esta primera semana del año ofrecemos un resumen de la historia del “apostolado de la oración”, obra de la iglesia, nacida en el seno de la compañía de jesús, y asumida por el papa, por la redención del mundo viviendo la vida como ofrenda permanente y diaria desde el corazón de Cristo.
El Apostolado de la Oración (A.O.) nació en 1.844 en una casa de formación de jóvenes jesuitas en Vals, en el sur de Francia. El P. Francisco Javier Gautrelet, sj, director espiritual de estos jóvenes, les propuso un modo de ser apóstoles y misioneros en sus vidas corrientes, uniendo a Cristo todo lo que hacían durante el día.
El contexto de la propuesta surge de una situación muy concreta: sacerdotes que realizaban su ministerio como misioneros en tierras lejanas, en particular en Madurai, en el sur de India, al volver de visita a la patria, pasaban por el seminario donde se habían formado. Con naturalidad y entusiasmo contaban a los jesuitas jóvenes de sus trabajos y aventuras, de tantas personas y situaciones necesitadas del Evangelio. Escuchar las narraciones del fervor y la acción misionera les entusiasmaba, pero también causó en los jóvenes estudiantes de Vals una tristeza y un desánimo, al constatar cuánto les falta para ordenarse sacerdotes y recibir misión: los estudios se les hacen interminables, los exámenes áridos, los recreos les resultan pérdida de tiempo, las oraciones rutina, los apostolados poca cosa. Buscaban consolación dedicando horas en la biblioteca a leer libros sobre India, con el consecuente descuido de sus estudios. El P. Gautrelet les hará entonces una propuesta que les permitirá encontrar nuevo sentido en medio de la frustración que experimentaban.
En la misa del 3 de diciembre de 1.844 Gautrelet explica que S. Francisco Javier entregó su vida siguiendo a Jesucristo, y que celebrarlo hoy implicaba hacer lo mismo. S. Francisco Javier llegó hasta las costas de China y pasó muchas tribulaciones movido por su amor apasionado a Jesús.
Hoy, en las propias circunstancias, toca realizar la misma misión cristiana pero aquí, en la casa de formación de Vals, y no en el lejano Oriente. Era la misma elección, la misma llamada de Jesús, el mismo amor apasionado, la misma misión, pero con tiempos y formas diferentes. Invitaba a todos – estudiantes y profesores, dirigidos suyos y no – a ser misioneros aquí y ahora- mediante la simple ofrenda a Dios de todo lo que hacían, esforzándose en ser disponibles a Cristo para cumplir bien sus obligaciones de cada día. En el caso de los jóvenes, debían antes que nada cumplir bien su deber de estudiantes.
Al proponerles practicar lo que él llamó un “apostolado de la oración”, el P. Gautrelet les hizo entender que más importante que lo que hacían, era el amor y dedicación con el cual lo hacían. No era hacer mucho lo que contaba, sino amar mucho. Debían ofrecer a Dios con amor sus quehaceres de cada día, les dijo, y unirlos a Cristo que seguía ofreciendo su vida por la salvación de la humanidad. Les hizo entender que sus vidas eran tan válidas y tan útiles para la misión de la Iglesia que las vidas de los más sacrificados misioneros, si ellos las vivían con el mismo amor. Sus vidas serían tan apostólicas como el más fervoroso predicador si vivían cada pequeña cosa unidos de corazón al Señor.
Lo que importaba era la actitud interior de querer renovar su amor por Jesús y de hacer nueva cada día su disponibilidad y entrega de vida. Era el amor del Corazón de Jesús el que los había elegido, les decía, debían responderle estando dispuestos a cumplir lo que Él les pedía ahora y a responder con generosidad a tanto bien recibido.
La práctica concreta que el P. Gautrelet les sugirió para mantener vivo este espíritu era una oración de ofrecimiento del día, al inicio de la jornada.
Declararían con ello su decisión y su disposición de que todo el día fuera para el Señor. Los invitaba a reenfocar cada día la disposición de su vida en la voluntad divina, después de quitar de sí todas las afecciones desordenadas, para la salud del ánima, según habían aprendido en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Lo que se llamó el Apostolado de la Oración les mostraría un camino que les ayudaba a hacer realidad cada día el ideal de buscar y encontrar a Dios en todas las cosas, aún en las más sencillas y prosaicas, para en todo amar y servir (EE 233).
En breve, el A.O. les proponía el exigente y apasionante camino de vivir en permanente disponibilidad apostólica por amor al Señor. Renovarían para cada nueva jornada el sí que habían dado al Señor en los Ejercicios Espirituales, pidiendo nuevamente la gracia de responder con toda generosidad al llamado del Rey Eternal.
Esto dio a los jóvenes jesuitas nuevo entusiasmo en los quehaceres cotidianos que antes les causaban desazón. Entendieron que con sus esfuerzos y gestos de cada día podían expresar su amor tierno y personal a Jesús y que a través de ellos estaban respondiendo a la misión a la que Él los llamaba. Se sintieron dispuestos a hacer por Él cualquier sacrificio.
Querían de verdad ser buenos misioneros para su Señor, ahora y en el futuro.
El ejercicio cotidiano de la oración de ofrenda les permitió además entender la unidad de esta práctica con la ofrenda de Jesús al Padre que hacían presente cada mañana en la Eucaristía. Comprendieron que la ofrenda de sus corazones era en cierto modo una ofrenda eucarística, como toda la vida de Jesús había sido y misteriosamente seguía siendo eucarística. Jesús los había amado “hasta el extremo” dando la vida por ellos, y esto se volvía a hacer realidad para ellos en la Eucaristía.
Querían que sus corazones se asemejaran al Corazón de Jesús, y era precisamente este el contenido de lo que pedían: tener corazones eucarísticos como el de Cristo, es decir, corazones (y vidas) ofrecidas a Dios y entregadas por los demás. Sus vidas se unían a esta realidad misteriosa y profunda, ayudados por la simple oración de ofrenda que hacían cada mañana.
Entendieron que vivir cada día este modo de ofrecer sus vidas a Dios era un verdadero apostolado. Habían soñado con ser misioneros y dar la vida por Jesús. Ahora les quedaba claro que no tenían que esperar hasta el final de su formación, su ordenación sacerdotal y ser enviados a tierras lejanas para comenzar a ser apóstoles y colaboradores de la misión de Cristo.
La entrega radical por Jesús la podían hacer realidad desde ya en la fidelidad a las tareas sencillas de cada día, en particular sus estudios. Ese era precisamente su apostolado, el que les tocaba en ese momento como estudiantes en preparación al sacerdocio. Un apostolado silencioso, humilde, escondido, pero importante y efectivo, pues en Cristo se unían espiritualmente a toda la misión de la Iglesia y colaboraban con su sacrificio y entrega cotidianos a sostener los trabajos de esos misioneros repartidos por el mundo.
Los jóvenes jesuitas también establecieron la conexión entre la oración de ofrecimiento que hacían por la mañana y su oración de examen en la noche. Al final del día, la oración de examen les permitía reconocer y agradecer lo que Dios había hecho en sus vidas con lo que le habían ofrecido en la mañana. Estos dos momentos de oración, en la mañana y en la noche, los hacían más disponibles a la acción de Dios en ellos durante todo el día y más atentos a dejarse guiar por él.
Estas prácticas y el naciente Apostolado de la Oración se difundieron entre los cristianos de la región cercana a Vals, comenzando por los campesinos que los jóvenes jesuitas visitaban los fines de semana. Ellos también serían invitados a colaborar en la misión de Cristo viviendo en fidelidad al evangelio y ofreciendo sus trabajos, sufrimientos y su oración por la Iglesia.
También ellos podían ser apóstoles. En pocos años esta nueva propuesta de vida se había difundido en todo el país y más allá, llegando a tener millones de adherentes. Se formaron grupos del A.O. en las parroquias e instituciones católicas, se creó una estructura bien trabada de Directores a la cabeza de la nueva asociación en cada diócesis, los obispos se hacían cargo de asegurar su vitalidad. El A.O. pasó en muchos lugares a tener la forma visible y estructurada de un Movimiento eclesial. También se proponía el A.O. sin necesidad de pertenecer a estos grupos específicos, pues todos los cristianos eran invitados a vivir su espíritu y a seguir sus sencillas prácticas. Estos dos modos de vivir el A.O. estaban presentes desde sus inicios. Canónicamente se le consideró al poco, una pía asociación de fieles.
La práctica del A.O. daba a sus seguidores un nuevo sentido al esfuerzo y a la rutina de cada día. La tediosa vida cotidiana podía ser ahora ofrecida a Dios como un modo de colaboración con Cristo en la misión de la Iglesia.
Dicho de otra manera, el A.O. les daba medios para vivir el propio bautismo en la simplicidad de la vida cotidiana y participar en el sacerdocio de toda la Iglesia, mucho antes que se hablase de la vocación bautismal o del sacerdocio común de los fieles.
En el período entre el año 1.890 y 1.896 el Papa se interesó por hacer suya esta inmensa red de católicos que ofrecían sus vidas y su dedicación para apoyar espiritualmente la misión de la Iglesia. La asumió como una obra propia del Papa y la confió a la Compañía de Jesús en la persona del Padre General. Además, desde esa fecha comenzó a encomendar al A.O. una intención mensual de oración que expresaba una preocupación suya por la cual pedía oraciones a todos los católicos.
A partir de 1928 se añadió una segunda intención de oración, de manera que el A.O. recibiría del Papa dos intenciones de oración para cada mes y se encargaría de difundirlas en todo el mundo católico. Se llamaron Intención General e Intención Misionera.
Orar con estas intenciones por temas mundiales de la sociedad y de la Iglesia, de modo especial por los llamados “países de misión”, ensanchaban el horizonte de todos esos creyentes a dimensiones universales. Junto con fortalecer su sentido de pertenencia a la Iglesia, se sentían apóstoles elegidos por Jesús para colaborar con él, sintiendo que sus sencillas vidas se hacían útiles para sostener la misión de la Iglesia.
El enunciado de los temas propuestos por el Papa año tras año ha evolucionado hasta nuestros días, donde constatamos que una buena parte de las intenciones de oración manifiestan la preocupación de la Iglesia universal por la paz y la justicia en el mundo. Orar por ellas plantea mes a mes a los cristianos grandes desafíos y necesidades de la humanidad, por las cuales son invitados a comprometer sus vidas en oración y en servicio.
En medio de las tensiones del mundo actual, complejo y descorazonado, la intuición del P. Gautrelet puede ayudar a gestionar mejor las exigencias de la vida diaria dándoles un nuevo sentido, un sentido apostólico, junto a Jesús. Nos recuerda que los grandes momentos y los grandes resultados se preparan en la maduración lenta de la vida de cada día y nos permitirán vivir contentos llevando una mayor sobriedad de vida.
Las silenciosas prácticas del A.O. tienen una gran fecundidad apostólica pues nos unen a Jesús, y en Él sólo ponemos la esperanza del mundo nuevo por el cual pedimos y trabajamos.
Para esto queremos recrear el A.O. para que nos hagamos más disponibles a la misión de Cristo hoy día. Queremos hacer accesible a los hombres y mujeres de hoy, en un lenguaje renovado y significativo, un camino de disponibilidad apostólica para colaborar con la misión del Resucitado, donde cada uno se descubre invitado a vivir con Él una relación íntima y personal, recibiendo el amor de su Corazón y respondiendo a su llamada.
El A.O. recreado espera seguir ayudando a cada cristiano, como lo ha hecho a lo largo de estos más de 175 años, a vivir la alegría profunda de ser apóstol de Jesucristo, comprometido con Él al servicio del mundo.
(Extracto de “La historia del Apostolado de la Oración”)
El Padre Ramière, S.I., fue el gran impulsor del Apostolado de la Oración.