Su amor a María, y a Dios, le llevó a tomar una decisión que marcó un punto de inflexión en su vida y en la historia de la Redención: hacerse célibe por el Reino de los Cielo.
De esta manera, la unción de un miembro de la estirpe de David (tribu de Judá) con una virgen de procedencia aaronita (tribu de Leví) posibilitaba que el Mesías fuera también davídico, Rey.
San José gozaba de un don profético, como su antepasado, José de Egipto, el hijo de Jacob; así halló en María la mujer que llegaría a ser la madre del Mesías.
San José sintió fascinación por esa criatura sin igual que es la Virgen María, la mujer elegida.
Pero lo más importante, es que de mutuo acuerdo lo decidieron los dos, como en un pacto sagrado, de forma que el Nacimiento fue una obra maestra con tres protagonistas: Dios lo planificó, José lo posibilitó, María lo “encarnó”
Una vez celebrados los desposorios, María recibió el Anuncio, en la Anunciación. María se lo dijo. No lo podría ocultar, no hay palabras del ángel al respecto. María partió a Ain-Karem, para comunicarle a su prima Isabel lo que le estaba pasando a Ella, al saber que Isabel había concebido. Le llevaba la alegría del Salvador. En ese intervalo, San José, tras regresar su esposa después de tres meses con Isabel, fue turbado por un “santo temor”. Se consideraba indigno de entronizar a María en su casa humilde.
No hubo rechazo, ni duda, ni tampoco pasó por su mente la idea del repudio. Por ser “justo” no podía separarse así, de cualquier modo, de Ella. Él amaba a María.
Así, pues, un ángel le dirá que ha de encargarse de ejercer de padre del Mesías, y educarlo en el arte de perdonar los pecados del mundo. Pero es que José, de Egipto, había perdonado a sus hermanos, como sabemos. También San José fue fortalecido por el Altísimo para ser padre y custodio.
Hombre providencial. Su matrimonio fue artesanía de Dios. Dos descubrimientos lo marcaron: el oráculo del Emmanuel, de Isaías, y la disposición de María de Nazaret a permanecer virgen siempre. Él haría la síntesis, así se produciría el milagro. Hacía falta el consentimiento de San José, hacerse eunuco por el Reino. Sería el primer hombre célibe y casado a la vez, que tuvo un Hijo por intervención directa de Dios. Dios pidió a María la ofrenda de su virginidad perpetua, y San José se la cuidó. El Custodio custodió esa ofrenda. Así se produjo la Encarnación por obra y gracia del Espíritu Santo. El consentimiento, previamente requerido, entre los dos jóvenes esposos, de permanecer castos era la condición para la acción divina. Entonces…, se produjo. Habitó entre nosotros.