(“La opción benedictina”, Rod Dreher, pp. 38-39)
“Durante los tres años que Benito pasó en la cueva, un monje llamado Romanus, que vivía en un monasterio cercano, le llevaba provisiones. Cuando terminó su retiro allí, supo de su extendida fama de santidad y una comunidad monástica le pidió que aceptara ser su abad. Con el tiempo, San Benito fundaría doce monasterios en la región. Con el tiempo, su hermana gemela, decidió seguir sus pasos y fundó una comunidad de monjas. San Benito escribió un pequeño libro para guiar a los monjes y a las religiosas que ahora se conoce como la Regla de San Benito, con el objetivo de orientarles en la vida sencilla, ordenada y consagrada a Dios.
En las primeras comunidades monacales, una “regla” era simplemente una guía para vivir cristianamente. La que San Benito redactó es una versión más relajada de una regla anterior y bastante más estricta que la de la Iglesia oriental primitiva. En su Regla, San Benito habla del monasterio como la “escuela del divino servicio”. En este sentido, podríamos definir su Regla como un manual de formación que defraudará al lector actual que acuda a ella en busca de lecciones místicas de una profundidad espiritual insondable. La espiritualidad de San Benito era completamente práctica e iba inicialmente dirigida a los laicos, no a los religiosos.
Quién hubiera dicho a San Benito al abandonar la desolada Roma que sus escuelas del divino servicio tendrían tal repercusión en la civilización occidental. El fin calamitoso del Imperio Romano había dejado una huella imborrable en la Europa de la Alta Edad Media, escenario ahora de numerosas guerras locales en las que distintas tribus bárbaras se disputaban el poder. La caída de Roma elevó la pobreza material hasta un nivel alarmante como resultado de la desintegración de la compleja red de comercio imperial y la pérdida de la sofisticación intelectual y técnica.
En estas condiciones tan lamentables, el pueblo veía la Iglesia muchas veces como la forma de gobierno más fuerte que tenían, sin no la única. Bajo el amparo de la Iglesia, los monasterios ofrecían a los campesinos la ayuda y la esperanza que tanto necesitaban y, gracias a San Benito y a su nuevo enfoque en la vida espiritual, muchos hombres y mujeres dejaron el mundo para consagrarse por completo a Dios abrazando la Regla tras las tapias de los monasterios. En la intimidad de estos muros se conservaron la fe y la doctrina. Estos centros evangelizaron a los pueblos bárbaro, les enseñaron a rezar, a leer, a cultivar, a construir y fabricar cosas. Durante los siguientes siglos prepararon a aquella Europa postimperial devastada para el renacimiento de la civilización.
Todo surgió del granito de mostaza que plantó con tanta fe aquel joven italiano que no quería más que buscar y servir a Dios en una comunidad religiosa construida como un fuerte rodeado de caos y decadencia. El ejemplo de San Benito nos llena de esperanza hoy en día porque nos revela lo que pequeños grupos de creyentes puedan conseguir al reaccionar de una manera creativa.