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En marzo de 2021 se aprobó la eutanasia en España. Lo que hasta entonces se había considerado una brutalidad (saltar desde la azotea), se salpimentó un poquito y consiguió el aplauso de los políticos y la bendición de la masa.
Si bien es cierto que el mal ya estaba metido mar adentro desde hacía tiempo, la aprobación de la ley sienta un precedente y utiliza una pedagogía muy difícil de revertir. Se consolida lo que para muchos ya estaba implícito: la dignidad de la persona es algo subjetivo, y no todas las vidas ni en todo momento son igual de dignas.
La gente quiere tener la potestad de decidir si, en un momento de dolor físico, psíquico o espiritual, quiere quitarse la vida. Y aunque se trata de una brutalidad que ni siquiera practican las bestias, es comprensible en una sociedad que ha perdido el sentido de la vida y por tanto del sufrimiento.
Pero claro, aunque es comprensible que el hombre moderno quiera saltar al vacío, a nadie se le escapan las terribles consecuencias de legalizarlo. Una vez la sociedad ha asumido que su vida puede no valer nada en algunas circunstancias de dolor o desesperación, legitima ipso facto al Estado para que haga lo propio, con unos criterios, claro está, muy distintos.
A Menganita, tiene cincuenta años, no se ha casado, ha sido toda la vida un tiburón de los negocios, ha fecundado a media oficina, su vínculo más fuerte es con el dinero y ahora descubre el mojón de vida que tiene, le parecerá que lo mejor es borrarse del mapa. Pero Menganita para el Estado es una joyita que no le importa conservar.
Sin embargo, Jordi o Juan Carlos, que tienen una vida del carajo, han pillado una enfermedad (la ELA) que los ha dejado tocados y hundidos. Pero tienen tanta vida en su interior que solo aspiran a disfrutar el nuevo día que Dios les da, y Dios quiera que sean muchos.
Jordi y Juan Carlos tienen una enfermedad muy cara que solo los ricos y los afortunados con un buen respaldo familiar y social se pueden permitir. Para el Estado son una carga, demasiado dinero malgastado en una vida que para muchos ya no es digna.
Por eso el Gobierno no tiene prisa alguna en tramitar una ley que ayude a esas personas. Si quieren vivir, a pesar de que ello no tenga sentido, que se lo paguen. Da igual las muchas ganas que tengan de seguir queriendo a su familia, el derroche pecuniario es motivo más que suficiente para que el Estado convierta su vida en una carrera de obstáculos muy difícil de superar.
Y ahora, tres años después, se ven las consecuencias de lo que votamos en 2021. El Estado no tendrá piedad, ni siquiera se esforzará en disimular (ayer solo cinco diputados escucharon a Juan Carlos en el Congreso) y obligará a morir a quienes no puedan pagar la fortuna anual que cuesta tener ELA. Porque eso es en el fondo lo más cruel del asunto: el Estado se está quitando de en medio a los más pobres. A ellos nadie les puede ir con el cuento de que la eutanasia es un avance que encima es voluntario. Si en su cuenta corriente hay pocos ceros se ven obligados a pedir la inyección final. Bonita sociedad de bárbaros. Conviene no olvidar los rostros de quienes el 3 de marzo de 2021 se pusieron en pie para aplaudir la aprobación de semejante atrocidad.