Hoy comenzamos el Tiempo Ordinario, el tiempo litúrgico más extenso de todos. Se vive en dos etapas. La primera, que comienza hoy lunes y que dura hasta el martes anterior a Miércoles de Ceniza; la segunda, que se retoma el lunes posterior a Pentecostés y que dura hasta el inicio del Adviento, momento en el que culmina un año litúrgico, y comienza uno nuevo.
Es el tercer tiempo litúrgico que viviremos desde el inicio del nuevo año litúrgico. No es considerado un “tiempo fuerte” como sí son definidos los otros cuatro, a saber: Adviento y Navidad, Cuaresma y Pascua, siendo especialmente más intensos estos dos últimos.
¿Se le debe considerar un tiempo de escaso valor litúrgico, teológico y espiritual? ¿De menor categoría? Entendemos que no, pues es el tiempo en el que brilla la importancia del Domingo como “día del Señor”, día en el que nos encontramos con la Pascua semanal, verdadero reflejo de la Pascua de Resurrección. El Tiempo Ordinario nos recuerda el valor de lo cotidiano pues es en lo de siempre donde siempre está Dios. Cierto que el Adviento, por su condición de tiempo de espera y de esperanza, es un tiempo muy propio del cristiano y que caracteriza al cristiano, pero el que iniciamos ahora es el tiempo de lo común, de la vida misma en la que el bautizado debe vivir su sacerdocio bautismal en las ocupaciones y obligaciones de cada día y de cada semana, alimentando su alma y su vocación en la Misa Dominical para que su vida sea un permanente ofrecimiento.
Todos los días son días del Señor. Todos nuestros días, son, eso, nuestros días, pero nuestro cumpleaños únicamente se celebra… un día. Por ello, el domingo es el día primero de la semana, día de la Resurrección, día en el que todo se renueva desde Dios mismo, verdadero “sacramento semanal”, Pascua semanal, y día en el que los bautizados, formando un solo cuerpo, celebran el Día del Señor alimentándose con su Palabra y, especialmente, con su Cuerpo.
Retomando las consideraciones del principio, queremos dar a entender la personalidad propia de esta etapa litúrgica que ocupa prácticamente dos tercios del año civil. Cristo se sigue haciendo presente y sigue guiando a su Iglesia por los caminos del mundo. Si quisiéramos centrarnos en momentos de la vida de Nuestro Señor para buscar y encontrar inspiración y acierto en nuestra vida tendríamos que fijarnos en la vida pública de Jesucristo, prescindiendo de los pasajes de la infancia, y de las jornadas que transcurren desde su entrada en Jerusalén hasta su Ascensión a los Cielos.
Por lo tanto, hemos de vivir este tiempo con enorme responsabilidad cristiana, y no abandonarnos a pesar que hayan terminado días de una gran intensidad religiosa. Esa intensidad nos la sigue pidiendo el Señor por medio de la Iglesia; debemos, pues, adaptarnos para vivir con “atención” espiritual.
Para finalizar, por hoy al menos, ofreceremos alguna sugerencia pastoral para vivir estos días inmersos en el Misterio de Cristo. La principal de todas, seguir cuidando la misa cotidiana con una presencia y una perseverancia “creadora” que ayude a mantener viva la atención y la tensión espiritual. Intentar sacar una “palabra” de las lecturas, si hemos ida a la misa a la mañana, que inspire nuestra jornada; subrayar algo cada día como un gesto especial de penitencia (especialmente los viernes); de caridad; de devoción, como, por ejemplo, los miércoles con San José, lo jueves con el Santísimo Sacramento, los sábados con la Virgen María, etc. Y cuidando devociones y oraciones que deben ser de todos los días.
Iremos ofreciendo pautas sobre estos días, que, repetimos, debemos acoger como algo muy valioso, que nos ayuden, en definitiva, a entrar en la vida misma de Jesucristo, y a reconocerlo como Señor del tiempo.