El Rosario ha expresado siempre esta convicción de fe, invitando al devoto a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión.
Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de la propia fe, y revive la alegría de los Apóstoles, de la Magdalena, de los de Emaús y el gozo de la Virgen María.
A esta gloria de Jesús Resucitado, que con la Ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne.
Al fin, coronada de gloria, María resplandece como Reina de los Ángeles y los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica de la Iglesia.
En el tercer misterio, la consideración de Pentecostés nos muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María. En el seno de la Iglesia se puede dar una nueva vida, ser un hombre nuevo.