La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo.
Los ojos de su Corazón Inmaculado se concentran de algún modo en El ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo.
Desde que le da luz en Belén, su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará más de Cristo. Será a veces una “mirada interrogadora”, como en el pasaje del Templo; será una “mirada penetrante”, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná; será una “mirada dolorida”, sobre todo bajo la Cruz, que sería también “mirada parturienta”; será “mirada radiante” en la mañana de Pascua por la alegría de la Resurrección; finalmente, “mirada ardorosa” por la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés.