La venida de Jesucristo proyecta sobre el trabajo las paradojas y las luces del Evangelio. En el Nuevo Testamento el trabajo es a la vez ensalzado y como ignorado o tratado con desdén.
Es ensalzado por el ejemplo de Jesús obrero, e hijo de obrero, y por el ejemplo de Pablo, que trabaja con sus mansos y se gloría de ello. Sin embargo, los Evangelios observan sobre el trabajo un silencio sorprendente; no parecen conocer la palabra sino para designar las obras a las que hay que aplicarse, que son las obras de Dios; o, para presentar como ejemplo a las aves del cielo “que no siembran ni siegan” y a los lirios del campo que “no se fatigan ni hilan”. La poca importancia por una parte y por otra la importancia dada al trabajo no son en modo alguno datos contradictorios, sino dos polos de una actitud cristiana esencial.
Jesucristo viene a traer el Reino de Dios; no tiene otra misión ni habla de otra cosa. Es que este Reino es lo primero de todo. Lo demás comer, beber, vestirse, no carece de importancia, pero quien se preocupa de ello hasta el punto de perder el Reino, lo ha perdido todo. Ante lo absoluto que es la posesión de Dios, todo lo demás se esfuma; en este mundo cuya figura pasa, sólo vale lo que une al Señor sin impedimentos.
Poner el trabajo en su puesto, distinto de Dios, no es en modo alguno desvalorizarlo, sino por el contrario, restaurar su verdadero valor en la Creación. Ahora bien, este valor es muy alto. Jesús toma títulos y comparaciones del mundo del trabajo: pastor, viñador, médico, sembrador, y lo hace sin la sombra de la condescendencia del libro del Eclesiastés, tan típica del intelectual, con el trabajo de las manos; no sólo presenta el apostolado como un trabajo; no sólo está atento al oficio de los que escoge; son que con todo su comportamiento supone un mundo en trabajo, el labrador en su campo, la mujer de casa con su escoba, y considera anormal dejar enterrado el talento sin hacerlo fructificar. Si multiplica los panes, pone empeño en mostrar que es una excepción y que deja al hombre el cuidado de hacerse y cocerse el pan.
Cristo, Nuevo Adán, permite a la humanidad llenar su misión de dominar el mundo: salvando al hombre da al trabajo su pleno valor. Hace su obligación más apremiante fundándola en las exigencias concretas del amor sobrenatural; revelando la vocación de los hijos de Dios, muestra toda dignidad del hombre y del trabajo que está a su servicio, establece una jerarquía de valores que ayuda a juzgar y a comportarse en el trabajo. Instaurando el Reino que no es de este mundo, pero se halla en él como un fermento, devuelve su calidad espiritual al trabajador, da a su trabajo las dimensiones de la caridad y funda las relaciones engendradas por el trabajo en el principio nuevo de la fraternidad en Cristo. En virtud de su Ley de Amor, obliga a reaccionar contra el egoísmo y a hacer todo lo posible por disminuir la fatiga de los hombres en el trabajo; sin embargo, al introducir al cristiano en el misterio de su muerte y de sus sufrimientos, da un nuevo valor a esta pena fatal.