No se puede obviar que el capitalismo hunde sus raíces en el protestantismo, tal y como muestra Max Weber en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
Hace unos días alcanzó cierta relevancia una crítica realizada por la vicepresidente del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, hacia un vídeo de una inmobiliaria que vendía un tugurio en el centro de Madrid por casi 200.000 euros. Concretamente, Díaz señaló que “la infravivienda a precio de grandes casas no es normal. El mercado no se regula solo, solo limita el acceso a una vivienda digna. Hay que aplicar la Ley de Vivienda y seguir ampliando una regulación que limite los precios”.
Como suele ocurrir con muchas cuestiones económicas, la izquierda acierta en sus críticas a las fallas del sistema económico liberal, caracterizado por el libre mercado que, a la postre, desemboca en la concentración de la propiedad en cada vez menores manos y el latrocinio de las economías nacionales por parte de los grandes magnates favorecidos por las instituciones. En cambio, erran al ofrecer sus soluciones, fundamentadas en combatir el liberalismo, desde el propio sistema liberal, es decir, procuran combatir las consecuencias desde los postulados que nutren la estructura.
Así ocurre con el Salario Mínimo Interprofesional, que busca solucionar los paupérrimos sueldos; la Ley de Vivienda, que pretende solventar la especulación en torno a las casas; o las grandes fortunas. Unas medidas que no hacen sino agravar el problema, al propugnar soluciones contrarias al natural desarrollo del capitalismo.
En el fondo, el principal problema de los liberales y los socialistas es el mismo: ni creen, ni defienden la propiedad privada. Unos, por favorecer la concentración de la propiedad en los capitalistas, otros, por supeditarla a la acción estatal. En palabras de León XIII, en su encíclica Rerum Novarum, “no es justo, según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie. No obstante, los que gobiernan deberán atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros”.
Ante esta situación, los cristianos tenemos la obligación de ofrecer una alternativa a esta cuestión, basada en la redistribución de la riqueza y la propiedad, de acuerdo con el bien común y la justicia social, siguiendo el proceso inverso al capitalismo: frente a las grandes propiedades en pocas manos, las pequeñas propiedades en muchas manos.
Sin embargo, este proceso de cambio resulta imposible si previamente no se subvierten los valores hegemónicos en la sociedad, ya que cualquier concreción de la realidad responde de una forma determinada a las preguntas fundamentales: Dios y qué el ser humano; y no se puede obviar que el capitalismo hunde sus raíces en el protestantismo, tal y como muestra Max Weber en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
(Forum Libertas).