La oración es un crisol en el que nuestras expectativas y aspiraciones son expuestas a la luz de la palabra de Dios, se sumergen en el diálogo con Aquel que es la verdad y salen purificadas de mentiras ocultas y componendas con diversas formas de egoísmo.
Sin la dimensión de la oración, el yo humano acaba por encerrarse en sí mismo, y la conciencia, que debería ser eco de la voz de Dios, corre el peligro de reducirse a un espejo del yo, de forma que el coloquio interior se transforma en un monólogo, dando pie a mil auto-justificaciones.
Por eso, la oración es garantía de apertura a los demás. Quien se abre a Dios y a sus exigencias, al mismo tiempo se abre a los demás, a los hermanos que llaman a la puerta de su corazón y piden escucha, atención, perdón, a veces corrección, pero siempre con caridad fraterna. La verdadera oración nunca es egocéntrica; siempre está centrada en los demás. Como tal, lleva al que ora al “éxtasis” de la caridad, a la capacidad de salir de sí mismo para hacerse prójimo de los demás en el servicio humilde y desinteresado.