- La satisfacción sacramental: Consiste en alguna obra penosa que el confesor impone al penitente, para que éste satisfaga ante Dios por los pecados confesados. La pena eterna que merece todo pecado mortal la condona Dios al perdonar el pecado e infundir la gracia, pero los pecados mortales ya perdonados y los pecados veniales arrastran consigo la exigencia moral de dar a Dios una satisfacción por ellos (pena temporal). Éste es el sentido y la razón de ser de la satisfacción o penitencia que el confesor impone. Por parte del confesor existe obligación seria y de suyo grave de imponer una satisfacción conveniente y proporcionada. Y el penitente tiene la obligación, también grave, de aceptarla y cumplirla. No es, obviamente, un precio que se paga por el perdón recibido, porque nada puede pagar lo que es fruto de la Sangre de Cristo. Es un signo del compromiso que el hombre hace de comenzar una nueva vida, combatiendo con la propia mortificación física y espiritual las heridas que el pecado ha dejado en las facultades del alma.
La absolución del sacerdote perdona la culpa y la pena eterna (infierno), y también parte de la pena temporal debida por los pecados (penas del purgatorio), según las disposiciones del penitente. No obstante, por ser difícil que las disposiciones sean tan perfectas que supriman todo el débito de pena temporal, el confesor impone una penitencia que ayuda a la atenuación de esa pena.
La confesión oral de los pecados no concluye los actos que ha de hacer el penitente para obtener el perdón de los mismos; sino que también ha de aceptar la penitencia que le sea impuesta para así resarcir la justicia divina.
Para que la confesión sea válida se requiere que el penitente tenga el propósito de cumplir la penitencia. Si lo ha tenido, pero después no cumple la penitencia los pecados siguen perdonados. Puede ser que el incumplimiento se deba, no a imposibilidad u olvido, sino a pereza o mala voluntad, por lo que podría llegar a constituir pecado grave, pero los pecados confesados una vez remitidos no vuelven a gravar la conciencia del penitente.
Antiguamente las penitencias sacramentales eran muy severas; en la actualidad son muy benignas. Lo que no se puede olvidar es que deberán ser proporcionadas a la gravedad de los pecados. A la hora de la verdad el confesor suele acomodarlas a nuestra flaqueza.
La penitencia impuesta puede consistir en: oraciones, ofrendas, obras de misericordia, sacrificios…
Normalmente, el confesor deberá imponer la penitencia antes de la absolución. El objeto y la cuantía de la penitencia deberán acomodarse a las circunstancias del penitente, de modo que repare el daño causado y sea curado con la medicina adecuada a la enfermedad que padece.
Conviene, por eso, que la penitencia impuesta sea realmente un remedio oportuno al pecado cometido, y que ayude, de alguna manera, a la renovación de la vida.
Sobre la cuantía de la pena impuesta no hay reglas fijas. La práctica pastoral y el derecho de la Iglesia determinan que guarde cierta proporción en relación con número y el tipo de pecados cometidos. En consecuencia, los pecados graves requieren una penitencia mayor -oír la Santa Misa, rezar un Rosario completo, ayunar un día, etc.
Sin embargo, la enfermedad corporal, la poca formación del penitente, su habitual alejamiento de la vida cristiana o la intensa contrición de los pecados, aconseja que se disminuya la satisfacción. En todo caso, el confesor puede cumplir él mismo la parte de la penitencia que debería imponer al penitente.
El penitente ha de aceptar la penitencia que razonablemente le impone el confesor, y después cumplirla. Si considera que es difícil de cumplir, debe manifestarlo antes de recibir la absolución, para que el confesor, si lo juzga prudente, la conmute.