Los primeros testimonios del culto a los santos se refieren a la costumbre de celebrar el “dies natalis” de los mártires, es decir, el aniversario de su martirio, mediante una ‘memoria’ especial.
El primer testimonio de esta costumbre, que nace en Oriente a finales del siglo II y se extiende a Occidente en el siglo III, se refiere al mártir San Policarpo (165).
En Roma se desarrolló este culto durante la época de las grandes persecuciones.
La primitiva celebración martirial estuvo muy ligada a la Eucaristía, la cual se celebraba cerca de su tumba (si bien incluía un ‘refrigerium’ y una oración), pues las reliquias de los mártires tenían un valor inapreciable.
Eso explica que este culto fuera al principio ‘local’, ya que requería un ‘lugar’ y un ‘aniversario’. Sin embargo, las memorias de los mártires pronto dejaron de estar ligadas a los ‘martirya’ (lugares donde estaban sepultados), extendiéndose a las ‘basílicas’ dedicadas a su nombre.
A la memoria de los mártires se añadió después la de algunos santos.
Primero fueron los ‘confesores’, esto es, los ascetas del desierto y obispos santos, a quienes se consideraba como mártires indirectos, sobre todo una vez que terminaron las persecuciones.
Después se añadieron las ‘vírgenes’, pues su lucha por guardar la castidad perfecta era equiparable al martirio.
Junto a las ‘vírgenes’ fueron colocadas las ‘viudas’.
Finalmente, los obispos fueron considerados como mártires cuando cumplían su ministerio con absoluta entrega.
Se unirían los ‘fundadores’, los ‘misioneros¡, y ‘simples fieles’, hombres y mujeres, testigos de Jesucristo.
Los nombres de los santos se conservaron al principio en unas listas que se llamaron “Depositiones martyrum”, la más antigua de las cuales es la “Depositio martyrum” del 354.
El culto de los santos se propagó durante los siglos IV-VIII, gracias a la repartición de las reliquias. Éste es el momento en el que aparecen no pocas leyendas, cuyo objetivo consistía en realzar la personalidad de los mártires de los que no se sabía casi nada en el siglo IV.
Durante los siglos VIII-X se incorporan pocos santos al calendario, aunque es el momento en el que florecen los ‘martirologios históricos’, esto es, los relatos que pretenden justificar históricamente las celebraciones de los mártires, santos, dedicaciones, etc.
Con el triunfo de la reforma Gregoria –a finales del siglo XI- una nueva oleada de santos entra en el calendario de la Iglesia Romana, en su mayoría papas y mártires no romanos.
En los siglos XII-XIII se incorporan algunos santos ilustres de ese momento (Domingo de Guzmán, Francisco de Asís, Antonio de Padua, etc.), que fueron venerados inmediatamente después de su muerte.
San Pío V (1568) aligeró el número de santos del Calendario Romano. Sin embargo, en el siglo XVIII se habían introducido ya 50 nuevos santos. En los siglos siguientes se admitieron 40 más.
Esta floración provocó serias dificultades en la celebración del “propio del tiempo”, donde se celebran los misterios de la Redención, de tal modo que, a principios del siglo XX, casi había desaparecido la celebración de los ‘domingos del año” y las ‘ferias de Cuaresma’.
Los papas San Pío X y Pío XII quisieron remediar esta situación decretando la revisión del Calendario. Sin embargo, esta revisión sólo ha sido posible en 1969.