Debemos saber que la Sagrada Escritura no habla de fenómenos naturales con el fin de enseñar la constitución íntima de la realidad, sino en la medida en que están en relación con la finalidad salvífica de los textos sagrados.
Los autores sagrados no escribían con la mentalidad del filósofo o del científico, que buscan alcanzar la verdad última de la realidad, sino con la del hombre común, que, situado en un determinado contexto histórico, en el diálogo con sus semejantes habla de los objetos que le rodean tal como los perciben los sentidos, esto es, con un lenguaje convencional y acorde con la propia cultura.
De ahí, se sigue, que la Biblia describa el sol y la luna como “dos grandes luces”; o que diga que “la tierra nunca podrá vacilar”, y diga que la liebre es un “rumiante”.
En todo esto se descubre una sabia condescendencia divina que, en la presentación de la verdad, se adecua al lenguaje humano y a la cultura de los hombres, utilizando sus modos de hablar y de comunicarse entre ellos.