- San MÁXIMO, obispo. En Nola, Italia. Rigió la iglesia en tiempos de persecuciones y, después de larga vida, descansó en paz. (s. III).
- San PARTENIO, obispo. En Helesponto, Turquía. En tiempo del emperador Constantino fue un eximio propagador de la fe con su predicación y ejemplo. (s. IV).
- San MOISÉS, eremita y obispo. En Egipto. Después de ser anacoreta en el Sinaí, a petición de la reina de Mavia, sarracena ella, fue ordenado obispo y logró imponer la paz entre aquellas gentes violentas y mantener intacta la vida cristiana. (389).
- Santa JULIANA, viuda. En Florencia. (545).
- San RICARDO, padre de los santos Willibaldo y Waldburgis. En Toscana. El cual, peregrinando con sus hijos desde su Inglaterra natal a Roma, falleció durante el viaje. (720).
- San LUCAS, el Joven. Eremita. En la Fócida, Grecia. (955).
- Beato RICERIO, monje. En el Piceno, Italia. Uno de los mejores discípulos de San Francisco. (1236).
- Beato ANTONIO de STRONCONE, religioso. En Asís. Franciscano. (1461).
- Beato THOMAS SHERWOOD, mártir. En Londres. El cual, siendo mercader de tejidos, se dirigió a Douai para iniciarse en el sacerdocio, pero al regresar a Londres para asistir a su padre enfermo y anciano, arrestado mientras paseaba por la calle, fue conducido al suplicio. (1578).
- Beatos JACOBO SALÈS, presbítero, y GUILLERMO SAULTEMOUCHE, religioso jesuita, mártires. En Aubenas, Francia. Con su predicación consolidaron la fe del pueblo. Cuando el pueblo fue tomado por los hugonotes fueron muertos a sablazos y golpes mientras invocaban el Nombre de Jesús delante de toda la población. (1593).
- San GIL MARÍA de SAN JOSÉ PONTILLO, religioso. En Nápoles. Franciscano. Pedía limosna con humildad en las calles. A cambio daba palabras de consuelo. (1812).
- San JUAN de TRIORA LANTRUA, presbítero y mártir. En Hunan, China. Franciscano. Después de prolongados tormentos padecidos en cruel prisión, pereció estrangulado. (1816).
- Beata ROSALÍA RENDU, virgen. En París. Hija de la Caridad. Trabajó duro en una vivienda de los suburbios más humildes de la ciudad, dispuesta como refugio para necesitados, visitando, además, a los pobres en sus casas. En tiempos de conflictos políticos trabajó a favor de la paz, y convención a muchos jóvenes y a ricos para que se dedicasen a obras de caridad. (1856).
- Beata MARÍA de la PROVIDENCIA SMET, virgen. En París. Fundadora del Instituto de Hermanas Auxiliadoras de las Almas del Purgatorio. (1871).
- Beato PÍO IX, papa. Roma. Instituyó muchas sedes episcopales, promovió el culto a la Santísima Virgen y convocó el Concilio Vaticano I. (1878).
- Beato PEDRO VERHUN, presbítero y mártir. En Siberia. Murió en un campo de concentración. (1957).
Hoy recordamos especialmente a los Beatos ANSELMO POLANCO, obispo, y FELIPE RIPOLL, presbítero.
El Padre Anselmo Polanco nació en Buenavista de Valdavia, pueblo de Palencia, en una humilde familia de labradores, el año 1881. Cuando cumplió los once años entró en Barriosuso donde estudió Humanidades durante tres años y en 1896, ingresó en el colegio de Agustinos de Valladolid, del que un tío suyo era rector y vistió el hábito de San Agustín. Allí enfermó y tuvo que regresar al pueblo, donde viéndole tan ejemplar, sus paisanos llegaron a creer que «ser fraile es lo mismo que ser santo». En Navidad de 1904 celebró su primera Misa en el convento de La Vid. Viajó a Alemania, Filipinas. Hispanoamérica y Estados Unidos. En 1921 alcanza el grado de Maestro en Sagrada Teología. Su madre, Ángela, le dirá: «Siempre fuiste buen hijo para tus padres; ahora sé buen padre para tus hijos.» Cargos, viajes, vivencias de religioso observante, pulieron el carácter de fray Anselmo y dulcificaron su talante.
Don Felipe Ripoll nació en Teruel el 14 de septiembre de 1878. De niño tenía que recorrer diez kilómetros para ir al colegio. Estudió en el Seminario Conciliar y fue ordenado sacerdote el 29 de Marzo de 1901. Su nombramiento de profesor de los seminaristas, le hace continuar sus estudios. Diez años más tarde fue nombrado Canónigo y Rector del Seminario. Le atraía la Compañía de Jesús y durante dos años vivió con los Jesuitas, pero al resentirse su salud, regresó a la diócesis. Siguió unos años entregado al apostolado seglar, promovió las vocaciones sacerdotales y religiosas y dedicó mucho tiempo a la dirección espiritual. En el 1935, el Obispo Polanco, recién llegado a la diócesis, lo nombró Vicario General. Su fidelidad al obispo fue extraordinaria hasta permanecer con él como un hermano hasta la muerte. El 8 de Enero de 1938 fue hecho prisionero y conducido con el obispo Polanco a las cárceles de Valencia, Barcelona, Figueras y Pont de Molins. El 7 de febrero de 1939 fue martirizado en el Desfiladero de Can Tretze, a la edad de 61 años.
El día 21 de junio de 1935 el Padre Polanco fue preconizado obispo de Teruel. Se preparó con unos Ejercicios Espirituales en la Cartuja de Zaragoza y recibió la consagración en la iglesia de los Filipinos de Valladolid. Como su padre estaba enfermo, sólo pudo asistir a la consagración su madre, que cuando la felicitaban respondía: «No son éstos los mejores tiempos para ser obispo: mas, en fin, si le matan… ¡qué le vamos a hacer! También los mártires dieron su sangre por Jesucristo.» «Mucho tendrá que sufrir, pero más sufrió el Hijo de la Virgen.» En octubre de 1935 hizo su entrada en la diócesis de Teruel. Al tomar posesión dijo: «He venido a dar la vida por mis ovejas». En el gobierno de la Diócesis brilló por su celo pastoral, por la pureza y santidad de costumbres, su amor a los pobres, su intensa vida de oración y austeridad, privándose de lo necesario para dárselo a los más necesitados.
En plena guerra civil, al caer la ciudad de Teruel, en enero de 1938, fue evacuado de la ciudad, hecho prisionero y conducido a Valencia. Allí lo tuvieron ocho días en el penal de San Miguel de los Reyes. La prensa le denostaba. El 17 de enero lo llevaron a Barcelona, al «cuartel Pi y Margall», situado en el monasterio de las Dominicas de Monte Sión, en la Rambla de Cataluña-Rosellón. Continuaban las campañas difamatorias. En mayo de 1938 se le enjuició por haber firmado la carta colectiva del Episcopado Español. Sobre ella, manifestó al oratoniano padre Torrent, que ejerciendo en Barcelona las veces de Ordinario por haber sido martirizado el Dr. Irurita, le visitaba en su prisión, que en su juicio su defensa sería: «En punto a doctrina, nada puedo rectificar, es la doctrina de la Iglesia. En cuanto a hechos, si hay algún error, lo rectificaré con gusto, mas en el hueco del dato erróneo, eliminado y rectificado, yo puedo colocar otros de los que fui testigo, como los crímenes de los rojos de Albarracín, que no puedo ni debo silenciar.» Estuvo en prisión hasta finales de 1938, cuando, terminada la batalla del Ebro, comenzó la «ofensiva de Cataluña» y los pueblos eran liberados por las fuerzas nacionales. El 25 de enero de 1939, víspera de la entrada de los nacionales en Barcelona, salieron con dirección a Puigcerdá. El obispo Polanco fue alojado en un cine, otros en la iglesia. La noche del 26 la pasaron en el tren, el día 27 fueron a Ripoll y desde allí a pie a San Juan de las Abadesas bajo un aguacero torrencial. El día 31 de enero los prisioneros mayores fueron conducidos a Figueras hasta Pont de Molins.
El día 7 de febrero, a las 10 de la mañana, llegó a Molíns un camión con treinta hombres armados con fusiles-ametralladores, un teniente y varios suboficiales que se hicieron cargo de los presos y, después de robarles lo que llevaban, los ataron de dos en dos por las muñecas con muy malos tratos. El camión tomó la carretera de Les Escaules. A unos 1200 metros se detuvo y los presos fueron obligados a subir monte arriba por el cauce seco del barranco. Allí fueron acribillados. El cadáver del obispo de Teruel tenía la llamada actitud del gladiador, de los que mueren quemados. Tal vez fue quemado vivo. El espectáculo macabro que ofrecían los restos destrozados y medio consumidos por el fuego de 42 víctimas, con sus pertenencias esparcidas alrededor, fue presenciado por el pastor Pere, de Can Salellas. Fue tal la impresión que recibió que cuando llegó a casa no podía articular palabra, demudado y tembloroso. Sólo pudo decir: «íCuántos muertos!»… Fueron enterrados en el cementerio de Molíns. El cadáver del padre Polanco no ofrecía señales de putrefacción y el forense quedó enormemente sorprendido al ver brotar sangre fresca de las encías cuando las punzó para reconocer la dentadura. A ruegos de las autoridades de Teruel, los restos mortales del padre Polanco fueron trasladados a la capital de su diócesis.