Los que arremeten contra la Iglesia presentándola como una estructura indeseable y contraponiéndola a la autenticidad espiritual de algunos cristianos no se dan cuenta de cómo esa espiritualidad sólo puede florecer bajo el amparo de aquella. La Iglesia, fea en ocasiones como un invernadero, alberga en su seno las flores más delicadas.
De forma análoga, una estructura política aparentemente imperfecta y hostil, siempre que sea respetuosa con el bien común, es seguramente lo que mejor puede amparar el surgimiento de comunidades culturales vivas y fecundas. El mandato que hemos recibido -tanto para lo divino como para lo humano- no es el de construir un mundo perfecto sino el de levantar instituciones que favorezcan la perfección, que no es lo mismo.
Escandalizarse porque la Iglesia genere estructuras incómodas o porque las realidades temporales de la Cristiandad hayan sido tan imperfectas es de una gran ingenuidad. La imperfección exterior facilita la perfección interior. En el mundo del derecho natural y del sentido común las barreras defensivas, los caparazones y las murallas suelen responder a la preocupación más inmediata y levantarlas no es trabajo para orfebres.
Por el contrario, las herejías o las ideologías modernas predican la construcción de estructuras perfectas que no son, en última instancia, sino grandes, perfectos e higiénicos contenedores de basura. Son los sepulcros, blanqueados por fuera y llenos de podredumbre, que denunciaba Jesucristo. El mundo feliz y transhumano de la modernidad ansía la construcción de una maquinaria perfecta impuesta por los sabios. Nosotros sabemos que la perfección solo es posible en lo pequeño, en lo que surge de abajo hacia arriba, en lo que sale del interior del corazón.
Dicen aquellos ingenuos: «Seamos espirituales, prescindamos de la religión». Como si se pudiera ser verdaderamente espiritual a la intemperie. Como si existiera el vacío religioso. ¿No saben que el sentido religioso es tan connatural al hombre como el sentido de la orientación? Debieran saber que cuando falta la religión verdadera, allí donde no llega la Iglesia con sus ritos, sus estructuras y sus parroquias surgen falsas religiones que endiosan ídolos diversos. Las «espiritualidades» que cobijan son entonces, en el mejor de los casos, ombliguistas como los sabios tibetanos, siempre en riesgo de caer del lado oscuro de la espiritualidad, un abismo que atrae por su misterio y que amenaza con volver a la humanidad a los tiempos de los diosecillos paganos y sus crueles demonios.
Por su parte, en las cosas temporales la deriva es evidente, a falta de comunidades vivas que construyan sus cosas en libertad, se impone cada vez más la fría belleza de las estructuras dictatoriales, con sus normas asfixiantes, sus chivatos y su infantil racionalismo.
La cuestión es: ¿ahora qué hacemos? ¿Seguimos la «opción benedictina»? ¿Alentamos la creación de pequeñas comunidades espirituales y temporales, núcleos de resistencia y reconquista? No es mal plan. Pero me temo que la cosa quedará incompleta sin una «opción constantina», sin la concurrencia de un Papa y un emperador. Se nos olvida que la Cristiandad, agonizante ahora, creció y dio frutos gracias a que esas dos figuras, gobernantes de estructuras imperfectas, habían sido consagrados para proteger con su vida la perfección -la santidad- que suele habitar en lo pequeño y escondido.
Ahora que reyes y emperadores han sido borrados del mapa tan sólo nos queda el papado. Una institución sometida a una tensión creciente que, acosada por los poderosos para que adopte el papel decorativo de incensario del nuevo orden, no lo tiene nada fácil.
Sin embargo -y ya termino- una cosa es que no tengamos lo que nos hace falta y otra es que dejemos de anhelarlo. ¿No tenemos esas estructuras imperfectas y benéficas que necesitamos? Pidámoslas, busquémoslas. Sólo así podrán volver. Tal vez también aquí pueda tener sentido este consejo transmitido por San Mateo (6, 33): «Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura.»