El origen histórico de la civilización europea se encuentra en la “antigua Grecia”, la cual adquirió la conciencia de ser una entidad cultural opuesta a Persia, a la que identificaba con la “barbarie” (los extranjeros) y, también genéricamente, con “Asia”.
Es de los griegos de donde sacamos los caracteres más distintivos del Occidente en cuanto opuesto a la cultura oriental: nuestras ciencias y filosofía, nuestra literatura y arte, nuestro pensamiento político y nuestras concepciones de la ley y de las instituciones de gobierno libre. Sin el “helenismo”, ni la civilización europea, ni incluso nuestra idea del hombre, serían siquiera concebibles.
Ciertamente, un elemento que ha caracterizado la cultura europea es la “racionalidad helénica”, el deseo de indagar y encontrar las últimas causas de las cosas por medio de las posibilidades de la razón con que cuenta el hombre. Esta racionalidad influyó en la concepción de unos cánones estéticos que se plasmaron en el arte, configuró unos gustos y un sentido de la belleza que se traspasaron a una literatura y determinó la búsqueda por alcanzar unos sistemas políticos lo mejor organizados de acuerdo con la naturaleza social del hombre.
La preocupación por el hombre, manifiesta especialmente en la Atenas clásica y en la filosofía que se desarrolló a partir de los sofistas y de su oponente, el honesto Sócrates, sería asumida tiempo después por el cristianismo, que completaría la visión con la perfección que sólo el mensaje de Jesucristo podía aportarle.
Algunos autores incluyen vestigios hebraicos, transformados ya por el propio cristianismo. De estos vestigios cabría señalar, en lo que tienen de verdad, el sentido de la trascendencia de la vida, propio del judaísmo, y no tanto del helenismo que participa de cierto fatalismo.
Con todo, y finalmente, de Grecia, de la Antigua Grecia, nos llega la afirmación del valor del hombre y de la racionalidad.