“Europa no es tan solo una entidad geográfica y económica. Es también, y, sobre todo, una unidad moral y cultural distinta e independiente del resto del mundo”.
(Otto de Habsburgo).
Para comenzar a comprender Europa, es conveniente realizar un proceso de aproximación a lo que es posible observar desde una perspectiva cultural. Y esto es una clara diferenciación entre “dos Europas”: la oriental y la occidental, que se distinguen no tanto por la antigua división de bloques políticos que se dio en el siglo XX, cuanto por unos componentes culturales de mayor antigüedad y de más profundas raíces históricas. Cabe hablar, pues, de una Europa romano-germánica y de una Europa bizantino-eslava.
A su vez, y muy por encima de esta diferenciación étnica, existen unos componentes culturales, sobre todo uno, que posibilitan hablar de una Europa y no de dos. Y ese componente fundamental, caracterizador, unificador es el Cristianismo. Europa es, ante todo, un continente cristiano y una civilización cristiana. La Europa romano-germánica occidental es cristiana; y la Europa bizantino-eslava oriental es cristiana, ya que se configuró por la acción igualmente de la Iglesia Católica Romana y luego, tras el doloroso cisma de 1054, siguió recibiendo la impronta cristiana a través de la Ortodoxia bizantina, pero sin que olvidemos que varios pueblos eslavos, como el polaco, el croata, el esloveno, el eslovaco, se mantuvieron mayoritariamente fieles al Papa de Roma.
Por lo tanto, el Cristianismo es el factor fundamental, el más importante, el más esencial que distingue a Europa, que nos define su identidad, que nos habla de su ser. Europa es esencialmente cristiana. Europa o es cristiana, o no es Europa. Por eso podemos hablar de una identificación secular de Europa con la Cristiandad, antes de que ésta se expandiera hacia tierras más lejanas.