Esta misa está asignada a la mañana del Jueves Santo. En nuestra Archidiócesis se celebra el Martes Santo por motivos pastorales, es decir, facilitar que los sacerdotes puedan acudir en día tan señalado a la Sede Catedralicia para renovar las promesas sacerdotales ante el Arzobispo, y así, el propio Jueves Santo pueda estar ya en sus parroquias disponiendo todo para el inicio del Triduo Pascual.
Esta Misa tiene, pues, un marcado carácter sacerdotal. En la liturgia se leen las lecturas del Profeta Isaías (Is, 61, 1-ss), sobre el Mesías consagrado por el Espíritu; del Apocalípsis, (Ap 1, 5-7), sobre el reinado de sacerdotes por Cristo, Principio y Fin; y el Evangelio de San Lucas (4, 16-21), sobre la misión de Jesús ungido por el Espíritu, anunciada en la sinagoga de Nazaret.
Después de la homilía siguen las promesas sacerdotales, ya dichas, de fidelidad a su vocación y ministerio. Se bendicen los óleos de los catecúmenos (para los que se han de bautizar) y de los enfermos (para los enfermos y los moribundos), y se consagra el Santo Crisma (para los bautismos, confirmaciones, consagraciones de altar, especialmente).
El prefacio de la Misa, muy bello, trata sobre el sacerdocio de Cristo participado a todos los fieles y, de modo particular, con el sacramento del Orden en el que participan de un modo singular los presbíteros.
Como nos indican las rúbricas de la Misa de ese día, el obispo ha de ser tenido como el gran sacerdote de su grey diocesana, del cual se deriva y depende la vida de sus fieles. Es una Misa concelebrada con los presbíteros llegados de todos los puntos de las diócesis para vivir un signo de unión estrecha con su obispo y de reconocimiento de la plenitud sacerdotal conferida al obispo con su propia consagración