Se acerca la Cuaresma, que es un tiempo penitencial fuerte. Una de las prácticas penitenciales típicas es la del ayuno. Diríase que es de institución divina. Jesucristo nos enseña cómo vivirlo en plenitud. Así pues, aproximaremos a los lectores unas breves pinceladas sobre esta práctica tan grata al Cielo del Padre Raymond Girard, biblista francés.
Reconozcamos que los occidentales actuales, incluso los fieles cristianos, apenas si aprecian el ayuno, el cual consiste en privarse de todo alimento y de toda bebida, incluso, en ocasiones, de las relaciones sexuales, durante uno o varios días.
Si valora la moderación en el comer y el beber en atención a unas causas variadas, el ayuno, en cambio, les parece peligroso para la salud y prácticamente no ven su utilidad para la vida espiritual.
Esta actitud es la opuesta de la que los historiadores de las religiones descubren casi en todas partes: por motivos de ascesis, de purificación, de luto, de súplica, ocupa el ayuno un puesto importante en los ritos religiosos.
La BIBLIA, en la que se fundamenta en este punto la normativa de la Iglesia Católica, coincide en este particular con todas las creencias. Pero la BIBLIA precisa el sentido del ayuno y regula su práctica; con la ORACIÓN y la LIMOSNA es para ella el ayuno uno de los actos esenciales que traducen delante de Dios la humildad, la esperanza y el amor del hombre.
SENTIDO DEL AYUNO
Siendo el hombre alma y cuerpo, de nada serviría imaginar una religión puramente espiritual: para obrar tiene el alma necesidad de los actos y de las actitudes del cuerpo. El ayuno, siempre acompañado de oración suplicante, sirve para traducir la humildad delante de Dios: ayunar es “humillar el alma” (Lev 16, 29). El ayuno no es una hazaña ascética; no tiende a procurar algún estado de exaltación mental o religiosa. Tales usos se acusan en la historia de las religiones. Pero en el ambiente bíblico, cuando alguien se abstiene de comer un día entero (Jue 20, 26; 2 Sam 12, 16ss; Jon 3, 17) esta privación supone siempre un gesto religioso, aun considerando el alimento un don de Dios (Dt 8, 3). Pero precisamente, por ser don, se debe, en gratitud, y en otras disposiciones, ofrecerle a Dios el no tomarlo.
El que ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de dependencia y de abandono tales: por ejemplo, antes de algo difícil (Jue 20, 26; Est 6, 16); para implorar el perdón de una culpa (1 Re 21, 27), o una curación (2 Sam 16); lamentarse en el caso de una sepultura (1 Sa 31, 13); cuando una mujer enviuda (Jdt 8, 5); o de resultas de una desgracia nacional (1 Sam 7, 6; Bar 1, 5; Zac 8, 19); para obtener el fin de una calamidad (Jl 8, 5); abrirse al don de Dios (Dan 10, 12); aguardar la Gracia necesaria para cumplir una misión (Hech 13, 2); prepararse para el encuentro con Dios (Ex 34, 28).
Las ocasiones y los motivos son variados. Pero en todos los casos se trata de situarse con fe en una actitud de humildad para acoger la acción de Dios y ponerse en su presencia. Esta intención profunda descubre el sentido de las CUARENTENAS de Moisés sin alimento (Ex 34, 28) y Elías (1 Re 19, 8). En cuanto a la CUARENTENA de Jesús, Nuestro Señor, en el Desierto, que se rige conforme al doble patrón, no tiene por fin abrirse al Espíritu, puesto que el Señor ya está lleno de Él. Si el Espíritu le mueve a ese ayuno es para inaugurar su misión mesiánica con un acto de abandono confiado al Padre (Mt 4, 1-4).
PRÁCTICA DEL AYUNO
Los judíos conocían el “gran ayuno” el día de la expiación; su práctica era condición de pertenencia al Pueblo de Dios (Lev 23, 29). Había otros ayunos colectivos en los aniversarios de las desgracias nacionales. Además, los judíos piadosos ayunaban por devoción personal (Lc 2, 37); así los discípulos de Juan Bautista y los fariseos (Mc 2, 18), algunos de los cuales ayunaban dos veces por semana (Lc 18, 12). Se trataba de realizar uno de los elementos de la justicia definidos por la Ley.
Si Jesús no prescribe nada a mayores, no es porque desprecie tal justicia, o por que quiera abolirla. No. Sino que quiere darle Cumplimiento o Consumarla, por lo cual prohíbe hacer alarde de ella y en algunos puntos invita a superarla (Mt 5, 17. 20).
En efecto, la práctica del ayuno conlleva un riesgo. O varios. A saber: formalismo (Am 5, 21); riesgo de soberbia o de ostentación para ser visto (Mt 6, 16).
Para que el ayuno agrade a Dios debe ir unido con el amor al prójimo y comportar una búsqueda de la verdadera justicia (Is 58, 2); es tan inseparable de la limosna como de la oración.
Finalmente, hay que ayunar por amor de Dios (Zac 7, 5). Así invita el Señor a hacerlo con perfecta discreción, en actitud humilde, que abrirá el corazón a la justicia interior.
La Iglesia Apostólica conserva en materia de ayunos las costumbres de los judíos, pero practicadas en el espíritu de Jesús Salvador.
Los Hechos de los Apóstoles mencionan celebraciones cultuales acompañadas de ayuno y oración (Hch 13, 2; 14, 22).
San Pablo no se contenta con sufrir privaciones de comida o bebida. Sino que añada repetidos ayunos (2Cor 6,5).
La Iglesia ha permanecido fiel a esta tradición procurando mediante la práctica del ayuno poner a los fieles en una actitud de abertura total a la Gracia del Señor, en espera de su retorno. Si la Primera Venida colmó la expectativa de Israel, el tiempo que sigue a su Resurrección no es el da la alegría total. Falta la visión del Amado. Por eso, en espera del retorno del “Esposo”, el ayuno penitencial entra dentro de las prácticas de la Iglesia.