La revelación que nos hace el Corazón de Jesús de Sí mismo y su significado se podría resumir en dos principios, de los que derivaría una norma de acción encerrada en los conceptos de CONSAGRACIÓN y de REPARACIÓN en unión al Sacrificio de Cristo.
PRIMER PRINCIPIO: Cristo me ama ahora.
Devoción al Corazón de Jesús, significa dar a Cristo el puesto que le corresponde en el mundo y en nuestra vida. Porque Jesús no puede ser sustituido ni con la figura del mayor santo ni con la misma Virgen María. Cristo continúa reclamando personalmente de nosotros un amor absoluto como lo exigía en su vida.
El catolicismo, tal como nos lo presenta la Devoción al Corazón de Jesús, consiste precisamente no sólo en evitar el pecado sino en un diálogo continuo con una persona viva: Jesucristo, que está muy cerca de nosotros, más cerca de lo que podamos imaginar. Cuanto más perfecto sea un católico, tanto más profunda será esta actitud de humilde atención a Cristo que le habla constantemente.
Este concepto de la vida nos muestra que todo proviene de Jesús que nos ama, en el momento presente. No nos amó solamente en su vida mortal hasta derramar su sangre por nosotros; hoy y ahora piensa continuamente en nosotros, en ti.
SEGUNDO PRINCIPIO: Jesucristo goza y sufre ahora.
Nuestras acciones son o un gozo o una verdadera herida para el Corazón de Cristo. No sólo porque en su vida mortal El las vio todas y fueron para El causa de alegría o dolor, sino porque también actualmente Jesucristo las siente.
Ahora Jesús no puede sufrir más en Su Cuerpo físico, puede en cambio alegrarse y gozar. Toda buena acción le proporciona un placer. Se alegra al verme entrar en una iglesia como haría un amigo a quien fuera a visitar.
Por el contario, nuestros pecados, aunque no pueden causar en El dolor alguno, dado que por su glorificación es impasible, son con todo, objeto de su íntima compasión; es una verdadera herida y, por eso, causa de sufrimiento para su Cuerpo Místico. Nosotros, que pertenecemos a la Iglesia Católica somos una sola cosa, y las acciones de cada uno influyen en todo el Cuerpo Místico. Dios ha querido que de nuestra perfección dependiese la salvación de muchas almas.
El Corazón de Cristo herido nos muestra este verdadero sufrimiento. No sólo los dolores que padeció durante su vida en la tierra, sino los dolores actuales de su Cuerpo Místico, y su sentimiento de actual compasión por los pecados y sufrimientos de sus miembros.
NUESTRA RESPUESTA A ESTOS PRINCIPIOS
Iluminadas por el Corazón de Cristo, todas las cosas, sean más o menos agradables, se nos muestran en último análisis como procedentes siempre del amor de Cristo. Toda acción humana se nos muestra como índice del estado de nuestras relaciones con Cristo: respuesta negativa o positiva en nuestro coloquio con el Hijo de Dios.
Debemos conservar esta convicción en cada uno de nuestros días y vivir de esta visión.
Si estuviéramos convencidos, si tuviéramos este gran amor a Jesucristo nos sería casi imposible olvidarlo. No seríamos capaces de pasar ante una iglesia y no entrar a saludarle, como por otra parte consideraríamos psicológicamente imposible comportarnos así con nuestro hermano.
Hemos de comprender el valor de nuestra existencia. El valor es dar respuesta positiva a Jesucristo, proporcionándole así una alegría nueva.
CONSAGRACIÓN Y REPARACIÓN
Pertenecemos al Señor. Convencidos de esto, debemos ofrecernos al Señor. Consagrarnos. Realizaremos así nuestra consagración como la cosa más natural. Nos será más fácil, psicológicamente, evitar el pecado que puede ofenderle, llegando así a vivir la “reparación negativa”. Nos sentiremos movidos a amar a Cristo y a servirle de modo que compensemos el olvido de tantos hombres, realizando así la “reparación afectiva”. Sabremos dar un sentido a nuestras dificultades y sufrimientos ofreciéndolos a Cristo en reparación de nuestros pecados y de los de todos los hombres, actuando el espíritu de “reparación aflictiva”, en unión al sacrificio de Cristo en la Cruz que se renueva cotidianamente sobre los altares.
La consagración asume así un aspecto de reparación y la reparación, compenetrándonos cada vez más con Jesucristo, completa y perfecciona nuestra misma consagración.
Por nuestra unión con Cristo, El vive en nosotros y nosotros somos sus imágenes en el mundo, el testimonio de su presencia en la Iglesia. Después de habernos ofrecido con Cristo en la Misa, y habernos unido a su Sacrificio, viene a nosotros en la Comunión, para transformarnos en El. Este es el fin de nuestra íntima relación con Cristo: transformarnos en El para ser siempre más y siempre mejor sus representantes visibles. Nuestra transformación en Jesucristo debe, en efecto, reflejarse en nuestras relaciones exteriores.
Los hombres deben darse cuenta que Jesucristo vive aún, y más exactamente, de que nosotros estamos en verdad muertos a nosotros mismos y al mundo de la corrupción, a fin de que Cristo viva en nosotros.