Estamos entrando en la recta final del acercamiento al Evangelio de San Lucas a través de las pinceladas que se han expuesto.
Siguiendo con su teología, o contenido doctrinal, al hilo de lo que decíamos en la última entrega, hoy descubriremos que es el Evangelio de la ALEGRÍA, siendo el Evangelio del Espíritu.
Este rasgo, que los relatos de la infancia presentan con particular insistencia, se extiende a todo el contenido.
En San Lucas se hace presente Jesús como aquel que, dando cumplimiento a las promesas de Dios y anunciando la Salvación a todos los hombres, particularmente a los pobres (Lc 4, 18; 6, 20; 7, 22), les devuelve la alegría de la COMUNIÓN con Dios; en la parábola del hijo pródigo, el padre reprochará suavemente al hijo mayor recordándoles la necesidad de sentir y expresar alegría ante la conversión del hermano “Era preciso celebrar un banquete y alegrarse” (Lc 15, 31). Por ello, el de San Lucas, es también el Evangelio de la ALABANZA DIVINA pues ante el don recibido en Jesús, los hombres alaban y glorifican a Dios. Se trata, una vez más, de un tema común a los evangelios sinópticos (San Mateo, San Marcos, San Lucas). Pero en San Lucas adquiere especial relevancia.
Así, “y lo seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, lo alabó” (Lc 18, 43).
“la multitud de los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios a grandes voces” (Lc 19, 37).
“El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios” (Lc 23, 47).
Toda la vida terrena de Jesús, pues, y de modo supremo su misterio pascual, son causa de alegría y motivo para dar alabanza a Dios y gloria a su Nombre. El fiel cristiano, que junto a los discípulos ha recorrido con Jesús el largo camino hasta la alegría de la Resurrección (Lc 24, 41), es gozoso testigo del encargo del Resucitado de proclamar la Buena Noticia a todas las naciones (Lc 24, 47); y recibe, con la bendición final del Resucitado, el don de esa misma alegría (Lc 24, 52) “y se volvieron a Jerusalén con gran alegría”.
Puede, por tanto, hacer suya con gozo la reacción de los habitantes de Naim que, ante el prodigio allí obrado por Jesús, glorifican a Dios exclamando “Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7, 16).