Es considerada, desde el punto de vista de la liturgia, una fiesta del Señor de carácter devocional.
Nació a finales del siglo XIX. El Papa León XIII autorizó una fiesta de este misterio, el de la Sagrada Familia, como ideal y ejemplo de la familia cristiana, a partir de 1893.
San Pío X la suprimió. Pero en 1920, bajo el pontificado de Benedicto XV, volvió a celebrarse fijándola en el domingo I después de la Epifanía.
En la nueva ordenación del calendario, después de la reforma litúrgica a raíz del Concilio Vaticano II, se mantuvo la celebración en el domingo, pero en el primer domingo después de la Navidad, dentro de la Octava navideña, para mantener el ambiente de la inserción de Cristo en un pueblo concreto, en una familia concreta. Como todo hombre. Nos ayuda, entonces, a considerar la humanidad de Jesucristo y la verdad de su Encarnación. Y se insistirá en el realismo de esa Encarnación, en la “historia y en la geografía”. Hasta ahí llegó su asimilación con el género humano, pues todos somos miembros de una familia, y de una nación.
Las oraciones que se escuchan en ese día en la Santa Misa, recogidas en el Misal Romano, acentúan el modelo que es la Familia de Nazaret para las familias cristianas. No un modelo ideal, sino real. Esto es, podemos ser como ellos.
Hay, pues, gracias a esta Fiesta litúrgica, una profundización amable en el misterio de la Encarnación y del Nacimiento según la carne del Verbo de Dios, gracias a la presencia de un matrimonio concreto, y muy amado, José y María; hay también una enseñanza moral del valor de la familia como cauce establecido por Dios, en su designio de amor, para venir a la vida las personas y para encontrar en un ambiente sereno de silencio, oración, trabajo, como era el de ellos tres, la vocación cristiana particular de cada uno para ponerse al servicio de la Iglesia y de la Redención tal como vivieron Jesús, José y María.