El sentimentalismo, lejos de ser un inofensivo rasgo del carácter, es una enfermedad del espíritu que sustituye el compromiso por la complacencia, la verdad por la afectación, la responsabilidad por la autocomplacencia.
No es casualidad que, en la cultura contemporánea, el sentimentalismo se haya convertido en un rasgo distintivo del discurso político y social.
Muestra de ello es la serie de moda entre los adolescentes «Mister Beast».
En este concurso, los participantes deben luchar y arriesgan al máximo para ganar un premio monetario millonario.
Los jugadores oscilan entre la suspicacia y la complicidad, entre la sospecha calculada y la confianza teatralizada.
Sin embargo, lo más llamativo no es el cínico mecanismo del juego, sino la abrumadora emotividad con la que los concursantes reaccionan a cada «destierro»: llantos, abrazos, discursos sentimentales que encubren, en realidad, la más absoluta indiferencia moral.
En otras palabras pone en escena una sociedad donde la falta de un bien común se disimula con efusivas muestras de afecto.
El sentimentalismo
El sentimentalismo es la perversión de la verdadera emotividad.
Mientras que las emociones auténticas nos permiten captar valores morales profundos, el sentimentalismo las convierte en un simulacro desechable.
La emoción genuina es costosa porque nos compromete con algo que nos trasciende; el sentimentalismo, en cambio, es la emoción barata, el goce del sentimiento sin la carga de su verdad.
Esta corrupción sentimental no es un problema menor, pues su proliferación mutila la capacidad humana de comprender y valorar el bien común.
El sentimentalista prefiere regodearse en una efusión pasajera antes que asumir la carga de una convicción moral profunda.
En este sentido, se asemeja al cínico: ambos desconfían de la posibilidad de un orden moral objetivo. El cínico descarta la moral como una farsa; el sentimentalista la reduce a un gesto vacío.
Este mismo proceso se manifiesta en la esfera política.
La democracia actual, con su obsesiva reducción de la política a un juego de intereses privados, ha generado un ecosistema propicio para la propagación del sentimentalismo.
El político sentimentalista no busca formar ciudadanos virtuosos ni ordenar la sociedad según un bien superior. Su misión consiste en gestionar sentimientos, en modular la emoción de las masas para mantener un simulacro de cohesión social.
La concepción predominante de la política
En vez de una comunidad orientada hacia la virtud, lo que tenemos es un agregado de individuos persiguiendo intereses privados.
Esta visión contractualista concibe la sociedad como un mal necesario, como una tregua momentánea en la guerra hobbesiana de todos contra todos.
No hay un propósito compartido, no hay un horizonte común: solo reglas, solo procedimientos, solo transacciones.
Y en este contexto, el sentimentalismo se convierte en una herramienta de dominación.
Como la política ya no puede apelar a un bien común objetivo, debe fabricar una cohesión artificial basada en la manipulación emocional.
Se cultivan sentimientos de pertenencia superficiales, se incentivan efusiones públicas de indignación o de esperanza, se crea una ilusoria sensación de comunidad a través de rituales mediáticos.
Pero este sentimentalismo es un espejismo. Como las lágrimas de los concursantes de Mister Beast no brota de una auténtica comprensión del otro, sino del placer de sentirse conmovido.
Por eso, no es extraño que nuestros líderes políticos se parezcan cada vez más a los concursantes de este tipo de programas como reflejo brutal de nuestra cultura.
En todos los casos se celebra la astucia sin principios, el individualismo sin límites, la instrumentalización de los demás en pos del éxito personal. En ambos casos, se aplaude la emocionalidad performativa mientras se vacía de sentido la idea misma de comunidad.
Para revertir esta tendencia, no basta con denunciar el sentimentalismo; es necesario revalorizar la idea del bien común.
Esto implica recuperar la política como una empresa moral, como la búsqueda de un orden que nos trascienda y nos vincule.
Solo así podremos salir del callejón sin salida en el que nos encontramos.
Porque una sociedad que reduce la política a la gestión de emociones es una sociedad condenada a la esterilidad, a la fragmentación, a la farsa perpetua.