“¡OH LLAVE DE DAVID, y cetro de la casa Israel, que abres, sin que nadie pueda cerrar, y cierras, sin que nadie pueda abrir! ¡VEN, y saca de su prisión a los cautivos sentados en tinieblas y en las sombras de la muerte! (Is 22, 22; Ap 3, 7; Lc 1, 79)
Esta cuarta antífona está inspirada sobre todo en citas de Isaías y del libro del Apocalipsis.
Nos parece que es una imagen muy bonita para reconocer la misión del Mesías.
Las “llaves” eran símbolo del poder que se le daba a los mayordomos de palacio y visires. Su poder será extremadamente amplio: abrirá, y nadie cerrará, esto es, nadie le podrá disputar el poder. El encargado de tal oficio debía llevar ritualmente la gran llave de madera sobre su hombro. Esta enseñanza la sabemos gracias al pasaje isaiano de Sobná, el mayordomo del templo, que será sustituido por otro más grato a Dios, Eliaquim, en el templo de Jerusalén.
El libro del Apocalipsis nos enseña en la carta a la Iglesia de Filadelfia la importancia del símbolo de las “llaves”. Al inicio de la carta se dice que Jesucristo es el que tiene la llave de David. Es una metáfora que significa los plenos poderes que Jesucristo tiene en la nueva ciudad de David, la Jerusalén celestial, y significa que Jesucristo tiene plena autoridad para admitir o excluir de la Iglesia. Esa autoridad se la había dado en la tierra a Pedro.
Por eso se le pide al Mesías, plenipotenciario de la Iglesia, que nos abra las puertas de la Jerusalén celestial, que es la Cruz de madera. Y le pedimos que venga a nuestra vida para librarnos, como dijo el anciano Simeón en el propio templo de Jerusalén a cerca del Niño, que nos libre de las tinieblas y de las sombras de muerte abriendo nuestras mazmorras oscuras, en las que vivimos por culpa del pecado.