El Purgatorio es el estado ultraterreno en que las Almas de los que han muerto en gracia de dios expían y se purifican antes de subir al Paraíso.
El pensamiento cristiano, guiado por la Iglesia, llegó a la formulación explícita de la doctrina del Purgatorio moviéndose en la triple dirección trazada y recogida en la Sagrada Escritura: sufragios, purificación, expiación. Así, arraigó en la conciencia cristiana, desde sus orígenes hasta hoy, el valor de las oraciones, de las obras buenas, y, sobre todo, del sacrificio eucarístico en favor de los Fieles Difuntos.
Las penas del Purgatorio consisten en el alejamiento de Dios (pena de daño – poena damni), y en los sufrimientos causado por el ‘fuego’ (pena de sentido – poena sensus).
El mayor tormento, siempre, es la separación de Dios.
Las Almas, separadas del cuerpo, viven una vida espiritual más intensa por encontrarse ya libres del peso de la carne que agobia al espíritu: lejos de tantas falsas ilusiones, las Almas conocen la preciosidad de la visión intuitiva de Dios de un modo inmensamente superior al de las almas más puras de esta primera vida, y conciben un deseo enorme de ver a Dios.
Pero este deseo, impetuoso, es contrastado por el límite estrecho de la “prisión” que las encierra, por el triple peso que agobia sus espíritus:
- La pena temporal: debida por los pecados mortales, confesados y absueltos, pero no debidamente satisfechas sus consecuencias;
- Los pecados veniales: no remitidos, ni purgados; y
- Las malas inclinaciones: contraídas en la vida terrena.
Heridas de amor, invocan al Amado, que no responde; le llaman, y no viene.
Así evocan con remordimiento las infidelidades terrenas que les causaron tanta angustia: sienten haber faltado por propia culpa al encuentro con Dios; no habiendo buscado en la tierra sobre todo el reino de Dios, ahora, como desterradas sienten su ardiente nostalgia; no buscaron suficientemente al Divino Esposo y El ahora se oculta.
Por esta profunda tristeza y anhelo constante hacia el Cielo se forma en lo íntimo de estas almas un círculo misterioso de amor y de dolor; el amor por su intensidad engendra sufrimiento, éste a su vez fecunda el amor; así el alma expía, se purifica y se perfecciona y se hace digna de subir al Cielo.
La “pena de fuego” acrecienta los tormentos de las Almas: el fuego lo ha juzgado toda la tradición latina como un misterioso instrumento con que Dios completa la obra de purificación y satisface a las exigencias de su Justicia. En efecto, en todo pecado, aunque esté perdonado, no sólo hubo un alejamiento de Dios (aversio a Deo) que es castigado con el retraso en la visión beatífica, sino también un indebido acercamiento a las cosas (conversio ad creaturas), que ha de ser reparado.
Las Almas expían las “reliquias de pecado” (penas temporales), no imponiéndose penitencias (ya no pueden ofrecer satisfacciones), sino aceptando (las “satispasiones”) de Dios los sufrimientos del Purgatorio, y esta aceptación, aun siendo pasiva y NO meritoria, no se pude decir que no sea totalmente involuntaria, pues un ardor sagrado de penitencia la envuelve totalmente.