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LOS AGRAVANTES MORALES DE LA FECUNDACIÓN IN VITRO

`Hemos olvidado que el hijo no es un producto de lujo que se compra o se manda hacer. Los hijos tampoco son un derecho. Los hijos son un don, el más excelente del matrimonio´.

por Angélica Barragán

En una sociedad que al rechazar la moral objetiva dirige y justifica sus actos con base en sentimientos, emociones y deseos, son ya mayoría quienes, a fin de hacer realidad el deseo de tener un hijo, consideran moralmente aceptable la fecundación in vitro (el 82% en los Estados Unidos). Durante las últimas décadas, y a pesar de su alto costo, dicho procedimiento se ha extendido rápidamente, al grado que de acuerdo con el Dr. Zev Williams, director del Centro de Fertilidad de la Universidad de Columbia, en la Unión Americana alrededor del 2% de los nacimientos (más de 8 millones de bebés) deben su nacimiento al uso de dicha técnica.

Debido a que la inseminación artificial (procedimiento a través del cual se introduce el esperma en el útero a fin de “facilitar” la fecundación) no siempre tiene el “éxito” esperado, es común que muchas de las parejas que utilizan dicho método posteriormente recurran a la fecundación in vitro, técnica a través de la cual el óvulo y el espermatozoide son unidos en el laboratorio. Una vez fecundado, el óvulo se convierte en embrión y se coloca en el útero de la mujer para que se desarrolle. Ambos métodos son inmorales pues en los dos procedimientos los espermatozoides son obtenidos de modo ilícito (masturbación), el proceso de fecundación no se realiza mediante el acto conyugal sino como una acción independiente de éste y además, es común que el esperma no sea del marido sino de un “donante”.

La fecundación in vitro tiene, además, otros agravantes puesto que no solo el semen, sino también los óvulos, pueden ser “donados”, sin contar con que, en ocasiones, el embrión es implantado en el vientre de una tercera persona (gestación subrogada) dando lugar a casos en los que un bebé, además de haber sido gestado en un vientre alquilado, tiene una madre y un padre biológico, distintos a sus padres legales.

Encima, en la gran mayoría de los casos, se suelen fecundar de cinco a quince óvulos a fin de poder implantar en el útero no menos de tres embriones (en ocasiones más) debido a que si se implanta uno solo, la posibilidad de lograr el embarazo es muy baja. En el caso fortuito de que se lleguen a desarrollar dentro del útero más de uno, es común que el médico recomiende un «aborto selectivo” al cual acceden varias de las parejas, que están dispuestas a todo con tal de tener uno o dos hijos pero no están “preparadas” para tener más hijos de los “planeados”.

Por otro lado, los embriones que no son implantados son congelados (en ocasiones indefinidamente), otros son utilizados para diversos experimentos y otros más son “descartados”, cual si fueran productos residuales y no vidas humanas dotadas de un alma inmortal desde el momento de la fecundación. Eso sin olvidar que, en varios casos, los embriones se donan a otras parejas (varias de ellas del mismo sexo) con el riesgo que implica el que haya, sin saberlo, varios hermanos de sangre dispersos por el mundo.

Asimismo, en algunos lugares como en los Estados Unidos, las clínicas no están obligadas a revelar ni el número total de embriones que son creados, ni cuántos son almacenados, ni cuántos son destruidos, lo que hace muy difícil conocer la cifra real. De hecho, dichos centros ni siquiera están obligados a revelar sus estadísticas sobre la aplicación de exámenes genéticos, los cuales se cree que son utilizados por más del 70% de los centros de fertilidad a fin de seleccionar el sexo. Vivimos en una sociedad que, de acuerdo con los intereses y anhelos de los adultos, los niños son evitados, limitados, eliminados y/o fabricados en la frialdad de un laboratorio en el cual es ya posible elegir al menos el sexo, cuando no algunas otras características, haciendo realidad la aberración de crear bebés de la carta.

Si bien es lícito que un matrimonio trate el problema de la infertilidad a través de medicamentos y hasta de intervenciones quirúrgicas que habiliten al hombre y/o a la mujer a ser padres, las técnicas de ayuda a la fertilidad, de acuerdo con el magisterio perenne de la Iglesia, deben respetar tres bienes fundamentales:

1) el derecho a la vida y a la integridad física de cada ser humano desde la concepción hasta la muerte natural;

2) la unidad del matrimonio, que implica el respeto recíproco del derecho de los cónyuges a convertirse en padre y madre solamente el uno a través del otro y

3) los valores específicamente humanos de la sexualidad, que exigen que la procreación de una persona humana sea querida como el fruto del acto conyugal específico del amor entre los esposos que se hacen cooperadores con Dios para dar vida a una nueva persona.

Hemos olvidado que el hijo no es un producto de lujo que se compra o se manda hacer. Los hijos tampoco son un derecho. Los hijos son un don, el más excelente del matrimonio y además, todo niño tiene el derecho natural de ser fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres, de crecer con ambos y de ser cuidado, protegido y respetado desde el momento mismo de su concepción. Manipular la vida, por más que se disfrace de ciencia y progreso, es jugar a ser dioses olvidando nuestra condición de criaturas y, como tales, totalmente dependientes de Dios. Recordemos que un mundo que vive como si Dios no existiese está labrando su propia destrucción y que solo siguiendo las enseñanzas perennes que Cristo nos dejó, a través de Su iglesia, podremos encontrar esa vida en abundancia, esa vida eterna que tanto anhelamos y que ha prometido a quienes son fieles a Él.