Esta oración tierna y suspirante es atribuida a San Pedro de Mezonzo, que en la segunda mitad del siglo X perfumó con sus virtudes los monasterios de Santa María de Mezonzo, Sobrado y Altealtares, y después sería obispo de Iria (Compostela).
Su presencia y autoridad logró contener, ante el sepulcro de Santiago, la furia de las tropas de Almanzor en 997.
Poco después debió morir.
Varios le disputan la “Salve Regina”: Herman Contracto, monje de Reichenau, y Ademaro de Monteil, obispo de Puy, y jefe espiritual de la Primera Cruzada.
Pero el gran liturgista medieval Guillermo Durand de Mende, en su “Rationale divinorum officiorum”, y del canónigo de Rávena Ricobadlo de Ferrara, en su “Historia Universalis”.
¿Cómo se les ocurrió a estos extranjeros el nombre de un español por nadie conocido fuera de estas tierras? ¿El nombre de Petrus Compostellanus Episcopus o Petrus de Compostella?
La respuesta no es plenamente satisfactoria. Pero a comienzos del siglo XII ocupa la oración de la “Salve Regina” un lugar preeminente entre las antífonas litúrgicas y es cantada en todos los monasterios cluniacenses, cistercienses y dominicos. Tan universal expansión se explicaría en multitudes de peregrinos de toda la Cristiandad que acuden a Compostela a visitar la tumba del Señor Santiago.