Tal vez el dilema que nos plantea el Enemigo sea escoger entre la inmortalidad que nos ofrece la biotecnología, y la vida eterna que nos ofrece Dios.
La “muerte de Dios” en las sociedades contemporáneas traerá consecuencias. Una de ellas, el vacío existencial.
Recordemos, al tomar del fruto prohibido nuestros primeros padres, y, por tanto, violar la ley bajo la cual se les había puesto, su naturaleza cambió. Se encontraron sujetos (atados) a la muerte espiritual, esto es, el no poder estar en la presencia de Dios; y a la muerte temporal, que es la separación del espíritu y del cuerpo.
La hipótesis de un futuro en el que los hombres sean plenamente inmortales, gracias a los avances científicos ya ha sido planteada por muchos pensadores. Católicos, también.
Se podría imaginar la “supresión” de la muerte. La causada por enfermedades o ancianidad, y la causada por accidentes, pues podría ser revertida.
Hablamos de dotar al hombre de inmortalidad. Y hablamos de robarle, a cambio, la eternidad.
¿Qué exige nuestra naturaleza?
Nuestra vocación, dentro de nosotros, no pretende una vulgar prolongación de la vida. Pretendería más bien una vida plena. No extensa, sin control. Sino intensa, sin medida.
Queremos ser como dioses: poderosos y altivos. Por encima de toda moral, y de toda conciencia.
Pero Dios quiere que seamos como El.