El papa Francisco anunciaba, en la audiencia general del pasado miércoles, la próxima publicación -en septiembre- de un documento sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús para meditar “sobre diversos aspectos del amor del Señor que pueden iluminar el camino de la renovación eclesial; y que también digan algo significativo a un mundo que parece haber perdido el corazón”.
Un mundo sin corazón es un mundo aprisionado por la racionalidad técnica, instrumental, que remueve lo emocional del hombre hacia lo irracional y que sueña, como lo hacen algunas utopías del transhumanismo, con superar incluso el cuerpo, visto como un “envoltorio” del que cabe prescindir en cuanto se pueda transferir la mente a un sustrato electrónico.
El culto al Sagrado Corazón reivindica el cuerpo como imagen del espíritu. Lo invisible se hace presente en lo visible; el amor de Dios se expresa en el Corazón de Cristo. San Buenaventura decía que las heridas del cuerpo muestran las heridas del alma: “¡Contemplemos por las heridas visibles las heridas invisibles del amor!”.
De un modo similar, Antoine de Saint-Exupéry hace decir a su principito que “solo se ve bien con el corazón”. Es un error desterrar los sentidos, la sensibilidad y los sentimientos del ámbito del conocer, como si el hombre fuese una inteligencia separada de la carne. El corazón es la quintaesencia de las pasiones. El Corazón de Cristo manifiesta que no hay Pasión (divina) sin pasiones, sin la capacidad de sentir.
Joseph Ratzinger afirma que “el auténtico avance del concepto de Dios cristiano respecto al antiguo radica en saber que Dios es amor”. Para el cristianismo, Dios no es un puro pensamiento que se complace en sí mismo, indiferente a la suerte del mundo o de los hombres, sino un Dios apasionado, que en la omnipotencia de su amor se hace vulnerable: Dios sufre porque ama.
El capítulo 11 del libro de Oseas hace patente este apasionamiento divino: “Mi corazón está perturbado, se conmueven mis entrañas”. Dios, pese a la infidelidad de su pueblo, no retrocede en su compromiso de amor. La Pasión de Jesús manifiesta el desbordamiento, el derroche, de este compromiso: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, escribe san Juan. Y el mismo evangelista testimonia que, a Jesús crucificado, “uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua”. Del Corazón de Cristo brota la fuente nueva del agua del bautismo y la sangre de la eucaristía.
Los estoicos pensaban que el Logos – simbolizado por el sol – era el corazón del cosmos, el fuego primordial que lo anima. La chispa del Logos en nosotros, el sol del microcosmos que es el hombre, es el corazón. Estos motivos fecundaron el pensamiento cristiano ya desde Orígenes, alejándose en este punto del intelectualismo platónico. Pero hay una diferencia entre estoicismo y cristianismo. Para los estoicos, la función del corazón es la autoconservación. Sin embargo, el Corazón traspasado de Jesús no se orienta a la autoconservación, sino a la donación de sí. Él salva al mundo, en cuanto se abre: “Así, en el Corazón de Jesús nos es dado el centro del cristianismo”, sintetiza Ratzinger.
En un universo que parece haber perdido el corazón no está demás recordar que solo la plenitud del amor es eternidad y conservación del mundo.