La Santísima Trinidad es el Misterio más sublime de la fe cristiana.
Perfilado en el Antiguo Testamento, especialmente en los libros Sapienciales, se afirma abiertamente en el Nuevo.
En los Evangelios Sinópticos, la Trinidad se presenta en expresiones concretas, sencillas, accesibles a toda inteligencia.
Supuesta la unidad de Dios, patrimonio intacto de la antigua revelación, las tres Personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se nombran con clara distinción y con mutuas relaciones reales de existencia y de acción.
Jesús es el Hijo de Dios; sobre El desciende en forma de paloma el Espíritu Santo y resuena la voz del Padre.
Así ocurrió sobre las aguas del Jordán durante el bautismo de Jesús y en el Tabor durante su Transfiguración.
El Hijo de Dios obra como Dios: perdona los pecados, completa y amplía la ley divina, es Señor del sábado, es jeas y remunerador de todos los hombres y promete la vida eterna a quien le ama sobre todas las cosas y le sigue; sólo el Hijo conoce perfectamente al Padre como el Padre conoce perfectamente al Hijo.
La filiación divina de Jesús revelada solamente por el Padre Celestial.
El mismo Cristo lo afirma solemnemente ante el Sumo Sacerdote en el Sanedrín y por esto es condenado a muerte.
El Espíritu Santo será enviado por Cristo después de la Ascensión según la promesa del Padre.
Los testimonios de los Sinópticos son rubricados por la fórmula trinitaria del Bautismo que Jesús entrega a sus Apóstoles como arma para la pacífica conquista del mundo.
Esa fórmula “bautizándolos en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”, dan vivo relieve a la absoluta igualdad y a la distinción personal de los tres Sujetos, a los cuales es consagrado el bautizado.