Su creciente prestigio llega hasta la corte imperial en Constantinopla, en donde la pareja imperial, Arcadio y Eudoxia, estaba promoviendo un nuevo obispo para la sede más importante de Oriente, a fin de apuntalar la tendencia antiarriana y la reforma del clero.
Y es que, por un lado, 70 años después de Nicea, obispo y teólogos arrianos o filoarrianos seguían sembrando confusión entre los fieles, y, por otro, un clero demasiado apegado al poder político y económico era cada vez más incapaz de desarrollar su misión.
No extraña en este ambiente el nombramiento de San Juan Crisóstomo, asceta, insobornable, sabio, valiente, niceno, apolítico y sin ambición humana alguna, como obispo de Constantinopla.
Comienza su episcopado en el año 398, dando un fuerte impulso a la ortodoxia antiarriana, para lo que se apoya en la Sagrada Escritura, ya que su correcta interpretación basta para desenmascarar a los herejes.
Trabaja también en la reforma del clero, fomentando la vida espiritual y caritativa de sus sacerdotes, tal y como él había vivido en sus doce años como presbítero en Antioquía.