- Santos HILARIO, obispo, y TACIANO, mártires. En Venecia. (s. inc.).
- San PAPAS, mártir. En Seleucia, Persia. Nació en Licaonia. Tras muchos suplicios, entregó su vida por Cristo. (s. IV).
- San JULIÁN, mártir. En Cilicia, Turquía. Tras muchas torturas, fue introducido en un saco lleno de serpientes y arrojado al mar. (s. IV).
- Santa EUSEBIA, abadesa. En Artois, en Francia. Tras la muerte de su padre, con su santa madre Rictrude se retiró a la vida monástica y, todavía adolescente, fue elegida abadesa, después de su abuela Santa Gertrudis. (680).
- San HERIBERTO, obispo. En Colonia, Alemania. Siendo Canciller del Emperador Otón III, fue elegido contra su voluntad para la sede episcopal, desde donde iluminó constantemente al clero y al pueblo con el ejemplo de sus virtudes y su predicación. (1021).
- Beatos JUAN AMIAS y ROBERTO DALBY, presbíteros y mártires. En York, en Inglaterra. Durante el reinado de Isabel I fueron condenados a la pena capital por ser sacerdotes, suplicio que aceptaron con alegría. (1589).
- San JUAN de BRÉBEUF, presbítero. Canadá. Jesuita. Enviado a la misión de Hurón, murió por Cristo, después de ingentes trabajos, atormentado con gran crueldad por algunos paganos del lugar. (1649).
Hoy recordamos especialmente al Beato JUAN SORDI
Juan era nativo de Cremona y pertenecía a la familia de Sordi o Surdi. El nombre de Cacciofronte, por el que generalmente era conocido, era el de su padrastro.
A la edad de 15 años, Juan fue nombrado canónigo de Cremona, pero al año siguiente, ingresó a la abadía benedictina de San Lorenzo. Ocho años después, era prior de San Víctor y, en 1155, fue nombrado abad de San Lorenzo. Los monjes aseguraban que la obediencia no era difícil cuando él mandaba, pues era el primero en practicar lo que exigía y el bienestar espiritual de la comunidad era su constante cuidado.
Juan abogó por la causa del papa Alejandro III en contra de Octavio, cardenal de Santa Cecilia, quien, bajo el nombre de Víctor IV, pretendía ocupar la silla de San Pedro. Por su celo en la organización de procesiones, y por inducir a la gente de Cremona a seguir leales a Alejandro, el buen abad fue desterrado por el emperador Federico Barbarroja, quien favorecía a Octavio. Llevó por varios años vida solitaria en Mántua. Practicaba la austeridad en su comida, ropa y mobiliario. Compartía su comida con un pobre diariamente. Hizo mucho por remediar la injusticia y siempre miró por los bienes de la Iglesia, siendo indiferente para los propios. El hecho de haber escrito al Papa para que reinstalase al obispo de Graciodorms, su predecesor, quien había abandonado Mántua para seguir a Octavio, de lo cual luego se arrepintió, indica lo poco que era dado a velar por sus propios intereses. La Santa Sede accedió a su petición y Juan renunció a Mántua, pero pronto le fue dada la sede de Vicenza, donde llegó a ser tan popular como lo había sido en Mántua.
Su muerte fue debida a un acto de venganza. Era usual en aquel entonces arrendar las propiedades eclesiásticas, cuyo producto pasaba a ser propiedad episcopal. Entre los arrendatarios del obispo de Vicenza había un hombre llamado Pedro, quien no sólo no pagaba el arrendamiento, sino que consideraba suyas las tierras. El obispo le reconvino suavemente primero y luego más severamente. Al resultar infructuosa la reconvención, Pedro fue excomulgado. Pero acechó a Juan y lo mató. El santo varón exclamó en su último aliento: «Perdónalo, Señor». El pueblo de Vicenza, lleno de pesar y cólera, determinado a castigar al asesino, incendió su casa. Pedro logró escapar y nunca se volvió a oír de él.