La primera lectura es de Daniel que, vestido de saco y ceniza, y ayunando, dirige esta oración penitencial a Dios en representación de todo un pueblo postrado ante su Dios consciente de sus crímenes.
“Nos abruma la vergüenza” (v. 7) es un sentimiento que se expresa por dos veces para recalcar el estado anímico y espiritual de aquél, de aquéllos, que se han percatado de sus insolencias al no seguir las amonestaciones de los profetas.
Cuando nos abruma la vergüenza no somos capaces de levantar la mirada, ni el rostro. Nos gustaría que la tierra nos engullese para no tener que pasar por ese trance doloroso, en lo más hondo de cada uno, que supone la asunción de nuestras miserias. ¡Cómo duele! Sin embargo, a Dios lo conmovemos cuando nos ponemos así ante El. Por nuestros delitos, y por los del mundo entero.
¿Cuándo nos abrumará la vergüenza de tal modo? Daniel está expresando un dolor agudo, pero él no tenía la culpa de su pueblo.
Tenemos que conseguir llegar hasta ese límite. Es un camino largo, porque no nos convencemos de la gravedad de los pecados. Nos parece demasiado que nos insistan en ello. Nos parece que hay otras cosas más importantes en la que pensar. ¡Nada más importante que la consciencia de nuestras rebeliones contra Dios, y de su gravedad!
El camino es largo porque exige peregrinar hasta lo más profundo de uno mismo, pero esa es una ruta que no siempre nos convence.
Tampoco nos convence plenamente lo que, una vez más, nos dicta Jesús respecto al amor a nuestros enemigos. Ese amor no consiste en una actitud “ligera” ante ellos, ni de “olvido fácil”. Es algo más duro. Más difícil. También exige peregrinación interna y personal. Exige tiempo. Se puede empezar por rezar por ellos. No es tan fácil. Pero es un pequeño y primer gran paso.