Los Santos Inocentes son la primicia de todos aquellos redimidos que a lo largo de los siglos derramarían su sangre por Jesucristo, flores martyrum como escribió el poeta Prudencio. Por este motivo, la Iglesia ha querido celebrarlos en una fecha cercana a la Navidad como comites Christi, es decir, entre los “compañeros” más cercanos al Salvador, que “dan testimonio de Cristo no con palabras, sino con sangre” y “nos recuerdan que el martirio es un don gratuito del Señor” (Misal Romano). Como víctimas inocentes participan así en la gloria eterna del Cordero, en un martirio ligado a un misterio salvífico que adquiere sentido sólo para los que miran con fe a Cristo crucificado y resucitado, que juzga y vence el mal no según el pensamiento del mundo, sino a través de sus designios divinos e inescrutables. Son designios que incluyen una promesa: “El que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10,39).
Su celebración está presente en todos los calendarios litúrgicos de Oriente y Occidente y se remonta al menos al siglo IV, atestiguada en el Calendario cartaginés y posteriormente incluida en el Sacramentario Leoniano (atribuido a san León Magno). El obispo san Quodvultdeus (†454) es originario de Cartago (su nombre significa literalmente “Lo que Dios quiere”) y fue él quien dijo de los Santos Inocentes: “¡Oh maravilloso don de la gracia! ¿Qué méritos tenían estos niños para ganar de esta manera? ¡Todavía no hablan y ya dan testimonio de Cristo! Todavía no pueden enfrentarse a la batalla porque todavía no mueven sus miembros, y sin embargo ya llevan la palma de la victoria triunfalmente”.