PREPARANDO CRISTO REY

by AdminObra

El reino de Cristo también abraza a todos los hombres privados de la fe cristiana, de suerte que la universalidad del género humano está realmente sumisa al poder de Jesús. Quien es el Hijo único de Dios Padre, que tiene la misma sustancia que El y que es «el esplendor de su gloria y figura de su sustancia» (He 1,3), necesariamente lo posee todo en común con el Padre; tiene pues poder soberano sobre todas las cosas. Por eso el Hijo de Dios dice de sí mismo por la boca del profeta: «Ya tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo… El me ha dicho: Tu eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra» (Ps 2,6-8).

Por estas palabras, Jesucristo declara que ha recibido de Dios el poder, ya sobre la Iglesia, que viene figurada por la Montaña de Sión, ya sobre el resto del mundo hasta los límites más alejados. ¿Sobre qué base se apoya este soberano poder? Se desprende claramente de estas palabras: «Tu eres mi Hijo.» Por esta razón Jesucristo es el hijo del Rey del mundo que hereda todo poder; de ahí estas palabras: «Yo te daré las naciones por herencia». A estas palabras cabe añadir aquellas otras análogas de san Pablo: «A quien constituyo heredero universal.»

Pero hay que recordar sobre todo que Jesucristo confirmo lo relativo a su imperio, no solo por los apóstoles o los profetas, sino por su propia boca. Al gobernador romano que le preguntaba:»¿Eres Rey tú?», el contesto sin vacilar: «Tú lo has dicho: ¡Yo soy rey!» (Jn 18,37) La grandeza de este poder y la inmensidad infinita de este reino, están confirmados plenamente por las palabras de Jesucristo a los apóstoles: «Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. » (Mt 28,18). Si todo poder ha sido dado a Cristo, se deduce necesariamente que su imperio debe ser soberano, absoluto, independiente de la voluntad de cualquier otro ser, de suerte que ningún poder no pueda equipararse al suyo. Y puesto que este imperio le ha sido dado en el cielo y sobre la tierra, se requiere que ambos le estén sometidos.

Efectivamente, El ejerció este derecho extraordinario, que le pertenecía, cuando envió a sus apóstoles a propagar su doctrina, a reunir a todos los hombres en una sola Iglesia por el bautismo de salvación, a fin de imponer leyes que nadie pudiera desconocer sin poner en peligro su eterna salvación. Pero esto no es todo. Jesucristo ordena no solo en virtud de un derecho natural y como Hijo de Dios sino también en virtud de un derecho adquirido. Pues «nos arrancó del poder de las tinieblas» (Col 1,13) y también «se entregó a sí mismo para la Redención de todos» (1Tm 2,6).

No solamente los católicos y aquellos que han recibido regularmente el bautismo cristiano, sino todos los hombres y cada uno de ellos, se han convertido para El «en pueblo adquirido.»

(Annum Sacrum, León XIII).