Una de las grandes obsesiones de nuestra sociedad es hacer público lo que pertenece al ámbito de la más estricta intimidad. Al grado de que ni siquiera es necesario leer las infames revistas del corazón para enterarse de los más escabrosos detalles de las relaciones sentimentales de personas destacadas; las cuales incluyen todo tipo de traiciones y engaños que, sin el menor escrúpulo, son expuestos al arbitrio de un público que encuentra, en las debilidades y miserias de los ricos y famosos, tan similares a las propias, un inconfesable deleite. Ya que, desafortunadamente, esta clase de escándalos ya no son privativos de reconocidos personajes sino que son cada vez más comunes en una sociedad que, a la vez que rehúye el compromiso, la responsabilidad, la generosidad y el sacrificio, busca el placer, la diversión y la gratificación constante.
Debido a esto, las relaciones afectivas se han rebajado a tal punto que son cada vez más frecuentes: la guerra declarada entre parejas cuyos hijos son utilizados como arma para herir a quien, hasta hace poco, era “el gran amor”; los “accidentes”, como algunos osan llamar al hijo “no deseado”, consecuencia natural de los “encuentros íntimos”, el cual es, en algunas ocasiones, hasta eliminado a través del aborto; y las relaciones consentidas entre dos perfectos extraños que se “tuercen” acabando en tragedia.
Estos hechos, a los cuales se suman muchísimos otros, deberían bastar para darnos cuenta de que la revolución sexual, con su engañosa promesa de una libertad sin límites, lejos de mejorar nuestros vínculos afectivos, desató una terrible guerra entre hombres y mujeres, la cual ha ido aumentando en crueldad y peligrosidad, al cambiar la amistad profunda, fiel y exclusiva que unía a la mayoría de los esposos de por vida por uniones esporádicas, promiscuas y utilitarias donde todo está permitido, mientras sea consentido.
Además, a fin de convertir los llamados encuentros íntimos (que si de algo carecen es de verdadera intimidad) en un entretenimiento sin consecuencia alguna, se contó con el que llamaron el gran aliado de la mujer, la maravillosa «píldora” que si bien no eliminó totalmente la posibilidad de un embarazo, sí lo redujo considerablemente, lo cual le permitió a la mujer “utilizar su cuerpo a placer” perdiendo con ello el honor, la dignidad y hasta la felicidad.
Asimismo, la revolución que prometió el amor y la paz, al desligar la sexualidad de la procreación trajo como consecuencia que la fertilidad dejase de verse como un don y se comenzase a ver como una amenaza a nuestra autonomía y realización, a nuestros planes y deseos y hasta a la supervivencia humana. Además, el llamado control natal que el agudo ingenio de Chesterton denominara como “no control y no natalidad” llevó a que hombres y mujeres se utilizasen mutuamente a través de unos encuentros íntimos sin “consecuencias ni responsabilidad” alguna.
Olvidamos que una sociedad que da rienda suelta a sus más bajas pasiones se vuelve rápidamente egoísta y el egoísmo, bien se sabe, es el principal enemigo del amor. Este acto de la voluntad que busca el bien de la persona amada, cada vez se echa más en falta en nuestra narcisista e individualista sociedad, en la cual son cada vez más evidentes las heridas causadas por la infidelidad, el abandono, el desengaño y la traición, a lo cual se aúna el terrible crimen del aborto.
La banalización del sexo es producto de una sociedad que ha olvidado que la intimidad sexual tiene un lugar, el matrimonio, y un propósito, la procreación. Ya que al privar a la sexualidad tanto de la razón como de todo vínculo verdadero y honesto, se ha visto reducida a un acto puramente instintivo a través del cual se busca constantemente el placer momentáneo con parejas pasajeras. La fusión de cuerpos sin la fusión de almas ha dejado a muchas personas vacías, insatisfechas y no pocas veces abatidas y humilladas. A pesar de esto, los ataques a la unión sagrada y fecunda del hombre y la mujer siguen siendo constantes. Al parecer, se olvida que al ser la familia una institución natural fundada por Dios desde la creación del hombre, cada ataque contra esta institución, inmutable y sagrada, afecta no solo a los involucrados sino a toda la sociedad.
Ya que, como afirmase Pio XI, «el matrimonio no fue instituido ni restaurado por obra de los hombres, sino por obra divina; que no fue protegido, confirmado ni elevado con leyes humanas, sino con leyes del mismo Dios, autor de la naturaleza, y de Cristo Señor, Redentor de la misma, y que, por lo tanto, sus leyes no pueden estar sujetas al arbitrio de ningún hombre, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es la doctrina de la Sagrada Escritura, ésta es la constante tradición de la Iglesia universal… que expone y confirma que el perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio, su unidad y su estabilidad tienen por autor a Dios» (Casti Connubii, n. 3).
Los enemigos de la familia son muchos, sus defensores pocos. Desafortunadamente, aun muchos católicos hemos claudicado ante el mundo y ya no defendemos, menos practicamos, la moral sexual natural que la iglesia ha custodiado y promovido por siglos. Debido en parte a nuestra tibieza, la inmoralidad sigue creciendo, dejando en nuestra sociedad heridas cada vez más profundas y graves. Por ello debemos, a las múltiples y dañinas ideologías progresistas, contraponer la verdad perenne; al vicio y a la impudicia, la virtud de la pureza; a la esclavitud de las pasiones, la libertad de los hijos de Dios; a la actual idolatría de la sexualidad que esclaviza y ciega, la perenne estabilidad y la caridad en la cual se fundamenta el amor conyugal, elevado a sacramento en el matrimonio cristiano.