Hoy, 10 de julio, la Iglesia celebra a:

by AdminObra
  1. Santos FÉLIX, FELIPE, VITAL, MARCIAL, ALEJANDRO, SILANO y JENARO, mártires. Roma. (s. inc.).
  2. Santas RUFINA y SEGUNDA, mártires. Roma. (s. inc.).
  3. Santas ANATOLIA y VICTORIA, mártires. Lacio. (s. inc.).
  4. Santos JENARO y MARINO, mártires. Túnez. (s. inc.).
  5. San APOLONIO de SARDES, mártir. Turquía. (s. inc.).
  6. Santos LEONCIO, MAURICIO, DANIEL, ANTONIO, ANICETO, SISINIO y OTROS, mártires. Armenia. Martirizados de diversos modos. (s. IV).
  7. Santos BIANOR y SILVANO, mártires. Pisidia. (s. IV).
  8. San PASCARIO, obispo. Nantes. Acogió a San Hermelando, a quien había llamado del convento de Fontenelle, al mismo tiempo que a doce monjes, y lo envió a la isla de Antros para que fundase allí un monasterio. (s. VIII).
  9. Santa AMALBERGA, virgen. Flandes. San Wilibrordo le impuso el velo de virgen consagrada. (s. VIII).
  10. San PEDRO VINCIOLI, presbítero y abad. Perugia. Reconstruyó una iglesia ruinosa y a ella unió un monasterio en el que, tras vencer oposición y con gran paciencia, introdujo los usos y costumbres cluniacenses. (1007).
  11. San CANUTO, mártir. Odense, Dinamarca. Rey. Ardiente celo cristiano. Incrementó en su reino el culto verdadero, promovió el estado clerical, fundó Iglesia. Finamente, fue martirizado por sediciosos. (1086).
  12. Beatas MARÍA GERTRUDIS de SANTA SOFÍA de RIPERT D’ALAUZIN e INÉS de JESÚS de ROMILLON, vírgenes y mártires. Orange. Ursulinas. Víctimas de la Revolución Francesa. (1794).

Hoy recordamos especialmente a los Beatos MANUEL RUÍZ y LÓPEZ, presbítero, y DIEZ COMPAÑEROS.

Después de la guerra de Crimea, la Asamblea francesa exigió ciertas reformas al imperio otomano, en particular por lo referente a la tolerancia de las minorías cristianas. En 1856, el sultán publicó un decreto por el que todos los súbditos del imperio, sin distinción de raza ni de religión, quedaban en pie de igualdad en materia de impuestos y con derecho a ocupar puestos públicos. Ello constituyó un ultraje a los sentimientos de los mahometanos que, durante doce siglos, habían considerado las comunidades de cristianos como «ghetos» de razas inferiores excluidas de la ley, a las que el decreto del sultán ponía en pie de igualdad con los hijos del Profeta. Por otra parte, las noticias del motín de la India no hicieron más que aumentar el resentimiento de los mahometanos. Los turcos, particularmente el bajá Khursud, gobernador de Beirut, azuzaron secretamente a los musulmanes de Siria y, en 1860, estalló la conflagración en Bait Mari. La ocasión fue un pleito entre un druso (musulmán de una secta del Líbano) y un joven cristiano, que pertenecía al importante rito católico maronita. Los maronitas iban a sufrir más que los otros católicos en esa persecución.

Cuando la matanza comenzó, los drusos estaban armados, en tanto que los cristianos se habían dejado desarmar por las autoridades turcas so pretexto de restablecer la paz. Del 30 de mayo al 26 de junio, los drusos saquearon y quemaron todos los pueblos maronitas del centro y el sur del Líbano, y asesinaron, mutilaron o vejaron a cerca de 6000 cristianos. Cinco jesuitas fueron estrangulados en Zahleh; en Dair-al-Kamar, el abad del monasterio maronita fue despellejado en vida y veinte monjes fueron asesinados a hachazos. Khursud se dirigió entonces a ese distrito con 600 soldados; pero se contentó con disparar un cañonazo, y después dejó que sus hombres participasen en la matanza. El 9 de julio, el motín se extendió a Damasco. El gobernador, bajá Ahmed, no movió un dedo para impedir la matanza; en cambio, el noble emir argelino Abb-al-Kadar, gran defensor del Islam, se opuso abiertamente a sus correligionarios y dio asilo a 1500 cristianos, entre los que se contaban algunos europeos. Las víctimas del terror y la violencia llegaron, en tres días, a varios miles; ciertamente hubo más de 3000 muertos, sin contar las mujeres y los niños. Ocho frailes menores y tres laicos maronitas fueron beatificados en 1926, gracias a las circunstancias particularmente claras de su muerte y al testimonio de los milagros con que Dios los había distinguido. Cuando la turba se precipitó al barrio de la ciudad en el que se hallaba situado el convento franciscano, el padre guardián dio asilo en él a todos los niños y algunos cristianos, a quienes exhortó a permanecer firmes en la fe. Los refugiados cantaron las letanías de los santos ante el Santísimo Sacramento y recibieron la absolución y la comunión. El convento era una especie de fortaleza muy bien protegida; probablemente, los cristianos se habrían salvado si un traidor, que había recibido muchos beneficios de los franciscanos, no hubiese guiado a la turba a una disimulada puerta posterior.

El beato Manuel Ruiz, guardián del convento, era un español de cuna humilde, nacido en Santander en 1804. Cuando la turba penetró en el monasterio, en la noche del 9 de julio de 1860, el P. Ruiz se precipitó a la capilla y consumió el Santísimo Sacramento; después, se arrodilló ante el altar a esperar la muerte. La chusma le echó mano, al grito de: «¡Confiesa, confiesa!» (Es decir, confiesa que Alá es Dios y Mahoma su profeta). El beato respondió: «Soy cristiano y moriré como cristiano». En seguida reclinó la cabeza sobre el altar y ahí murió decapitado por el hacha.

Todos los otros frailes eran también españoles, excepto el beato Engelberto Kolland, que era austríaco. Después de cuatro años en el seminario de su diócesis, había sido despedido por su carácter inquieto y vivaz. Pero, más tarde, había sido admitido por los franciscanos y había pasado sus años de ministerio en el convento de Damasco. Aquella noche, se había refugiado en la azotea y alguien había cubierto su hábito con un amplio velo de mujer; pero la chusma le reconoció a causa de las sandalias y le llevó a rastras al patio. Como se negase a apostatar, fue asesinado al punto. El beato Carmelo Volta perdió el conocimento a resultas de un golpe en la cabeza. Una hora después, dos mahometanos amigos suyos le ofrecieron refugio en su casa, a condición de que abjurarse de la fe. El padre se rehusó y sus amigos le dieron muerte. El beato Nicanor Ascanio había llegado a Siria el año anterior; si el P. Ruiz no le hubiese negado el permiso de partir, juzgando que el viaje era muy peligroso, el P. Ascanio habría estado en Jerusalén y se habría salvado de la matanza. El beato Pedro Soler había empezado su ministerio como misionero en una factoría de Cuevas. Dos niños que le oyeron negarse a apostatar y presenciaron su asesinato, dieron testimonio en el proceso de beatificación. El beato Nicolás Alberca, que sólo tenía treinta años, cayó bajo las balas en un corredor del convento. Los otros dos mártires franciscanos eran hermanos legos. El beato Francisco Pinazo había sido pastor en su juventud. Traicionado por su prometida, se hizo hermano lego en la tercera orden regular, en Huelva; más tarde, fue admitido en la primera orden. El beato Juan Jacobo Fernández había tomado el hábito en Hebrón y había vivido en España hasta 1857. Ambos legos se habían ocultado en la parte superior de la torre de la iglesia del convento. Los musulmanes los encontraron ahí y los arrojaron desde el balcón al patio. El hermano Francisco murió instantáneamente, el hermano Juan pasó toda la noche en agonía, hasta que un soldado turco le degolló, al amanecer. Casi todos los laicos que se hallaban en el convento escaparon con vida. Pero tres maronitas perecieron y fueron beatificados junto con los franciscanos. Los beatos Francisco, Abdul-Muti y Rafael Masabki eran hermanos. El mayor, Francisco, que tenía cerca de setenta años, era padre de familia, rico e influyente. Muti, que era viudo, se había retirado del comercio para vivir con su hermano y ayudaba a los franciscanos en la instrucción. Rafael, el más joven de los tres, no era casado; después de trabajar en los negocios de su hermano Francisco, se había convertido en una especie de sacristán del convento.