El Hijo de Dios, al encarnarse para salvar al hombre, no contentó con pagar su rescate al precio de toda su Sangre, sino que además se dignó constituirse El mismo su modelo, enseñándole con su vida y ejemplos qué camino debía seguir para llegar a la Patria.
El hombre estaba debilitado y necesitaba ser enseñado, dirigido, impulsado en el camino del bien por la autoridad del Hijo de Dios.
El Hijo se dignó colocarse ante nosotros como un ejemplo vivo, para ser copiado y reproducido.
Ese modelo de perfección es el amabilísimo y adorable Corazón de Jesús.
Todas las hermosuras, todos los encantos, todas las perfecciones que irradiaban de su Humanidad Santísima emanaban de su Corazón.
Daba, primeramente, el amor y la gloria a su Padre. Seguidamente, a los hombres, nos enseñaba caridad, mansedumbre, indulgencia, soportándonos a cada instante.
Cada uno de sus pensamientos, de sus palabras, de sus acciones revestían aquella perfección propuesta a nuestros esfuerzos y que tanto desea El vernos alcanzar.
¡Era recto, era verdadero, era, sobre todo, bueno!
Dios ha colocado a su Hijo delante de nosotros como un modelo sublime para que reproduzcamos su semejanza.
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