Estas palabras nos las dirigirá un día el soberano Juez.
Habremos de dar cuenta de cómo hemos administrado la herencia que nos confió el Señor.
La viña, que todos conocemos, es nuestra alma. Nos corresponde trabajarla, hacerla fructificar, embellecerla; en una palabra, hacerla llegar en esta vida al grado de perfección a que Dios la ha destinado, y al cual corresponderá el grado de gloria con que se nos recompense en el Cielo.
Esta alma dotada de facultades admirables, regenerada por el Bautismo, admitida a la filiación divina, debe vivir conforme a los grandes dones que ha recibido.
Las gracias, las inspiraciones, los socorros del Cielo le son espléndidamente concedidos cada día, a cada hora, para ayudarla a conseguir ese destino.
Resta la cooperación de nuestra libertad, pues Dios, que nos ha creado sin nosotros, no quiere salvarnos sin nosotros.