Por seguros que estemos en el propósito de corresponder fielmente a los designios de Dios sobre nosotros, debemos estar en guardia contra uno de los más temibles adversarios de la perseverancia: el desaliento.
Es el enemigo más pérfido y peligroso.
Es fruto del orgullo y de una vana confianza en nuestras propias fuerzas. Es rendirse cobardemente.
Es la peor disposición de un alma cristiana, la más funesta.
Un alma así languidece en su miseria espiritual. Se estanca y se encamina a un fin miserable. Se hace inhábil para todo lo bueno. Nos veremos caídos, nos lamentaremos, pero ahí nos quedaremos.
Busquemos en el Corazón de Jesús armas para destruirlo.
El desaliento nace del orgullo y de una falsa confianza. Y también de una falta de energía. Preferimos, después de la caída, lamentarnos.
El remedio más eficaz para vencer el desaliento, después de la oración y la energía, es el recurrir a Nuestro Señor. Miremos al Salvador agonizando en el Huerto. Él lucha contra el terror, el abatimiento, la desolación, el miedo, y redobla su oración.