El “amén” es una nota caída de la eterna armonía de los cielos sobre nuestra tierra desolada, para consolarla, pacificarla y regocijarla.
Es también el cántico del alma desterrada, que camina penosamente, a través de las sombras de la vida, hacia la patria de la eterna dicha.
Es el cantar por excelencia del verdadero penitente de amor.
Este cántico expresa, en una sola palabra, la adhesión filial, sumisa, confiada, generosa y plena de un corazón fiel a todos los designios de la Providencia y a todas las disposiciones de Dios sobre él.
Sentado este principio indiscutible: que el hombre ha sido creado por un Dios bueno, que es gobernado por un Padre sabio y que está a la merced de un Todopoderoso amor, parece que ya nada debía ser más fácil a la criatura que el besar, adorándola, la mano paternal del Señor, de cualquier modo, que la trate; nada tan dulce como confiar plenamente en este divino Padre, y nada mejor que adherirse con un corazón filial y amantísimo a todas sus voluntades.