Dios Padre, como Creador, nos ha sacado de la nada por un pacto de su poder y continúa conservándonos en la existencia. Dios Hijo, como Redentor, nos ha rescatado a precio de su Sangre y continúa dándonos sus gracias por medio de los Sacramentos. Dios Espíritu Santo, como Santificador, se ocupa sin cesar de nosotros, por una acción oculta pero muy real y verdadera, nos santifica en este mundo y nos lleva la glorificación en el otro.
Generalmente se piensa poco en el Espíritu Santo; raras veces se le invoca; menos aún se le toma por consejero y guía en los caminos de la salvación. Pero si deseamos alcanzar el fin para el que fuimos creados debemos encomendarnos a este Divino Espíritu. Es un Maestro que forma diestros y experimentados discípulos; todos los Santos se formaron en su escuela.
El Espíritu Santo habla al corazón; allí sin ruido de palabras, nos instruye, nos corrige, nos levanta, nos dirige, nos fortifica y nos consuela.
Su Unción nos ilustra en todas nuestras cosas.
Para atraer a nosotros el Espíritu Santo hemos de ofrecerle un corazón puro, una conciencia limpia de todo pecado grave. Una vez atraído, es necesario conservarlo, y para eso consultarlo, escucharlo, no obrar sino por su impulso, no resistirle jamás, ni contristarle nunca.