Queridos amigos,
estamos frente a la tumba de Jesús, el lugar donde su inerte cuerpo fue depositado aquella noche del Viernes Santo. Estamos ahora dentro de las murallas de la Ciudad Vieja de Jerusalén donde hay una gran basílica. Cuando Jesús fue condenado a muerte estábamos fuera de la muralla y cerca estaba el monte de la calavera, el Calvario, donde eran ejecutados los sentenciados a muerte y donde también fue crucificado Jesús.
Descendiendo de la peña del Calvario, se abría un espacio de cultivo, un pequeño jardín en el que tal vez crecían algunos olivos y limoneros así como algunas viñas y almendros.
Justo al borde del jardín estaba aquella cantera de piedra que había sido ya abandonada y era utilizada para los entierros. Este es el sitio donde nos encontramos y donde José de Arimatea había comprado una tumba nueva para su entierro.
Aquí fue depositado el cuerpo de Jesús después de haber sido ungido y atado apresuradamente. Aquí fue envuelto en una sábana nueva, con un sudario sobre el rostro. Al llegar el ocaso, hubo que suspender toda actividad puesto que se acercaba el Shabat, es decir, el sábado. Y aún tendría que pasar otra noche antes de que pudiera volver aquí para llorar y completar el entierro.
Mientras visitaba esta tumba vacía y me detenía en ella a orar, varias veces me pregunté: ¿qué sucedió en la noche entre el Sábado Santo y el Domingo de Pascua? ¿Cómo ocurrió la resurrección de Jesús, que es el fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza?
Imagino la hora más oscura de la noche y el instante en que la oscuridad es herida por el primer rayo de sol que asoma a lo lejos en el horizonte. Me imagino la hora más tranquila y fría de la noche, cuando se escucha la respiración de un niño y el rocío se posa sobre la hierba y los árboles.
E imagino que en un instante todo cambia. Es como un destello. Los vendajes que ataban el cuerpo de Jesús se desatan repentinamente. La sábana que lo envolvía se hunde sobre la piedra. Es vaciada repentinamente de su contenido. Y la mortaja queda allí como suspendida para recordarnos que cubría un rostro.
En ese instante de luz tiene origen una nueva creación, un nuevo mundo y una nueva humanidad. En ese instante de luz, el cuerpo de Jesús resucitado lleva para siempre en Dios un fragmento y una semilla de humanidad nueva. Estando aquí, percibo de manera misteriosa que esa luz me envuelve también a mí y que ahora mi vida y mi carne de igual modo se renuevan. Percibo que este sepulcro es la puerta a la vida porque aquí Jesús entró en el abismo de la muerte y lo transformó en el paso a la vida en Dios.
Sé que el mundo en que vivimos aún parece abrumado por el poder del mal, la violencia, el odio y la muerte. Lo veo en las guerras y las injusticias, en las desigualdades económicas y el cinismo de la indiferencia ante los desastres naturales, que siguen provocando muerte y desesperación. Lo veo en las ideologías que justifican la discriminación, el uso brutal de la violencia, la anulación de la dignidad de la persona humana, el exterminio de pueblos enteros. Lo veo en el odio que se sigue sembrando a dos manos en los surcos de la historia y de nuestra humanidad, incluso aquí en Tierra Santa.
Sin embargo, en ese destello de luz que marca la transición de la noche del mundo a una creación nueva, veo que todo esto ha ya sido ganado. Siento renacer en mi corazón la esperanza, una esperanza más fuerte que cualquier evidencia contraria. Una esperanza más fuerte que la cruda experiencia del mal.
¡Felices Pascuas desde Jerusalén! Que el Señor resucitado traiga esperanza a todos y cada uno de vosotros, aclare incluso la noche que oscurece vuestro corazón y os haga capaces de sembrar esperanza.
¡Verdaderamente el Señor ha resucitado!
¡Felices Pascuas!