De antiguo admirador de Cicerón, se dedicó apasionadamente al estudio del griego y a aprender hebreo, a fin de poder acercarse a la Palabra de Dios en su texto original.
Además, su admiración por las dos joyas de la iglesia oriental, es decir, el monacato y la teología de los Padres griegos, le llevaron, por un lado, a escribir la “Vida de Pablo” (modelo de ermitaño) y a traducir al latín varias obras de Orígenes (modelo de teólogo).
En este amplio eremitorio convivían diversas comunidades, de diversas tendencias (nicenos, semiarrianos…) no siempre armonizables, por lo que el niceno Jerónimo terminó por abandonar este ambiente para volver a la corte imperial, pero esta vez a la capital del Imperio Romano de Oriente, Constantinopla, animado por la corriente de triunfo niceno suscitada por el emperador Teodosio.
Entre otros sucesos, será allí testigo del concilio de Constantinopla, del año 381.