El hombre, ese ser de un día, ese compuesto de miseria y flaqueza, puede llegar al Infinito, al Eterno, y hacerse un mismo espíritu con El.
Por la adhesión plena de nuestro espíritu al Espíritu de Dios, nos hacemos un mismo espíritu con El.
Adherirse a alguna cosa es estarle asida, unida indisolublemente. La rama se adhiere al tronco que la sustenta, y esta adherencia es la ley de su vida, el origen de su hermosura, la causa de su fecundidad. Separada del tronco se seca y se muere.
Adherirse a alguno supone un acto más grande. Es asentir a todos los quereres, a todos los pensamientos, a todos los deseos y a todas las afecciones del ser con el cual identificarnos.
Adherirse a Jesucristo es asentir plenamente a todo lo que El quiere, permite u ordena; someterse a todos los decretos de su Providencia y a todos los acontecimientos que disponga. En una palabra, es amar lo que ama, reprobar lo que reprueba, aborrecer lo que El odia, querer lo que El quiere y en el grado que lo quiere.
Sin abdicar nuestra personalidad, sin sacrificar nuestro libre albedrío, que es la mayor cualidad de un ser razonable, es subir más alto, desprender estas nobles facultades de las regiones inferiores donde se ejercitan, para hacerles obrar divinamente por su unión y adhesión total al Espíritu de Dios.